jueves, 30 de abril de 2009

1º de Mayo - San José Obrero



"El 1 de mayo de 1955—escribe un testigo presencial— Roma era un hervidero de gente sencilla y morena, con mirada abierta y espontánea. Aquí y allá, en los bares y vías que acercan al Vaticano, grupos de hombres, mujeres y niños, mezclados en alegre algarabía, despachaban el leve bagaje de sus mochilas y apuraban unas tazas de rico café. En su derredor parecía soplar un aire nuevo, sin estrenar. Hasta tal punto que el semblante de la Ciudad Eterna, acostumbrado a todos los acontecimientos y a todas las extravagancias de todos los pueblos de la tierra, parecía asombrado ante aquella avalancha nueva de cuerpos duros y curtidos y de almas ingenuas, que desbordaban todo lo previsto."

Se diría que había un presentimiento. Cuando aquellos grupos confluyeron en una de las grandes plazas romanas y a lo largo de las amplias márgenes del Tíber e iniciaron su marcha hacia el Vaticano, flotaba algo en el ambiente. La vía de la Conciliación se estremecía con un eco nuevo, el de las rotundas voces de los obreros del mundo, que, al compás de bravos himnos, y bajo sus guiones y pancartas, representando a todos sus hermanos del mundo, avanzaban al encuentro del Papa.


Era una riada inmensa de vida, de calor, de entusiasmo. Bajo el crepitar de los camiones, cargados de trabajadores, que con sus instrumentos de trabajo avanzaban hacia la plaza de San Pedro, corría una multitud alegre y sencilla, gritando hermosas consignas: "¡Viva Cristo Trabajador! ¡Vivan todos los trabajadores! ¡Viva el Papa!". Aquellos doscientos mil hombres superaban el viejo latido de odio y de muerte, cambiándolo por otro de resurrección y de vida.


Oigamos de nuevo al mismo cronista: "Con espíritu nuevo y conciencia clara de la nobleza trabajadora la inmensa muchedumbre fue llenando, en creciente oleaje, la monumental plaza de San Pedro. Las fontanas se transformaron en racimos humanos y sobre la enardecida concentración el obelisco neroniano parecía un dedo luminoso que apuntaba tercamente la ruta de los luceros, la única capaz de redimir al doliente mundo del trabajo. A los pies mismos de la basílica se detenía el oleaje humano y bajo el balcón central de la iglesia más monumental del cristianismo se levantaba el rojo estrado papal. Pronto apareció en él la blanca figura del Vicario de Cristo mientras la plaza entera vibraba en un ensordecedor griterío y un continuo agitar de pañuelos y pancartas. Las fontanas parecían abrir sus bocas para gritar, el obelisco se estiraba más y más hacia el cielo y la majestuosa columnata de Bernini tenía un movimiento de gozo y de gloria. Todo se movía en torno al Cristo en la tierra, y por las cornisas y capiteles —como bandada de palomas al viento— iban saltando los gritos de paz, trabajo y amor.

"De la inmensa plaza se fueron destacando pequeños grupos de obreros, portadores de mil obsequios calientes que el mundo del trabajo ofrecía al Papa. Los vimos subir las gradas del estrado y arrodillarse, con sus manos llenas y toscas, ante el Cristo visible en la tierra. Algunos, con serenidad, decían una frase densamente aprendida. Otros, vencidos por el momento grandioso, lo olvidaban todo e improvisaban ricas espontaneidades, O no hacían más que mirar al Papa, cara a cara, y llorar. La plaza seguía gritando por su descomunal boca de doscientos cuarenta metros de anchura y volando en alas de los doscientos mil corazones de obreros. Sólo cuando el Papa se levantó quedó muda y sobrecogida, como un desierto silencioso. Sobre el silencio palpitante vibró la voz del Papa Pío XII.

“¡Cuántas veces Nos hemos afirmado y explicado el amor de la Iglesia hacia los obreros! Sin embargo, se propaga difusamente la atroz calumnia de que "la Iglesia es la aliada del capitalismo contra los trabajadores". Ella, madre y maestra de todos, ha tenido siempre particular solicitud por los hijos que se encuentran en condiciones más difíciles, y también, de hecho, ha contribuido poderosamente a la consecución de los apreciables progresos obtenidos por varias categorías de trabajadores. Nos mismo, en el radiomensaje natalicio de 1942, decíamos: "Movida siempre por motivos religiosos, la Iglesia condenó los diversos sistemas del socialismo marxista y los condena también hoy, siendo deber y derecho suyo permanente preservar a los hombres de las corrientes e influjo que ponen en peligro su salvación eterna".

"Pero la Iglesia no puede ignorar o dejar de ver que el obrero, al esforzarse por mejorar su propia condición, se encuentra frente a una organización que, lejos de ser conforme a la naturaleza, contrasta con el orden de Dios y con el fin que Él ha señalado a los fieles terrenales. Por falsos, condenables y peligrosos que hayan sido y sean los caminos que se han seguido, ¿quién y, sobre todo, qué sacerdote o cristiano podrá hacerse el sordo al grito que se levanta del profundo y que en el mundo de Dios justo pide justicia y espíritu de hermandad?"

Sin embargo, la fiesta, con toda su hermosura, hubiera podido quedar como una más entre las muchas que se han celebrado en la magnífica plaza de San Pedro y el discurso como uno de tantos entre los pronunciados por el Papa Pío XII. No fue así. Por boca del Sumo Pontífice la Iglesia se aprestó a hacer con la fiesta del 1 de mayo lo que tantas veces había hecho, en los siglos de su historia, con las fiestas paganas o sensuales: cristianizarlas.
El 1 de mayo había nacido en el calendario, de las festividades bajo el signo del odio. Desde mediados del siglo XIX esa fecha se identificaba en la memoria y en la imaginación de muchos con los bulevares y las avenidas de las grandes ciudades llenas de multitudes con los puños crispados. Era un día de paro total en que el mundo de los proletarios recordaba a la sociedad burguesa hasta qué punto había quedado a merced del odio de los explotados. Y esa fiesta, la fiesta del odio, de la venganza social, de la lucha de clases, iba a transformarse por completo en una fiesta litúrgica, solemnísima, del máximo rango (doble de primera clase), con su hermoso oficio propio y su misa también propia.

El Papa lo anunció con toda solemnidad: "Aquí, en este día 1 de mayo, que el mundo del trabajo se ha adjudicado como fiesta propia, Nos, Vicario de Jesucristo, queremos afirmar de nuevo solemnemente este deber y compromiso, con la intención de que todos reconozcan la dignidad del trabajo y que ella inspire la vida social y las leyes fundadas sobre la equitativa repartición de derechos y de deberes”.

"Tomado en este sentido por los obreros cristianos el 1 de mayo, recibiendo así, en cierto modo, su consagración cristiana, lejos de ser fomento de discordias, de odios y de violencias, es y será una invitación constante a la sociedad moderna a completar lo que aún falta a la paz social. Fiesta cristiana, por tanto; es decir, día de júbilo para el triunfo concreto y progresivo de los ideales cristianos de la gran familia del trabajo. A fin de que os quede grabado este significado... nos place anunciaros nuestra determinación de instituir, como de hecho lo hacemos, la fiesta litúrgica de San José Obrero, señalando para ella precisamente el día Uno de Mayo. ¿Os agrada. amados obreros, este nuestro don? Estamos seguros que sí porque el humilde obrero de Nazaret no sólo encarna, delante de Dios y de la Iglesia, la dignidad del obrero manual, sino que es también el próvido guardia de vosotros y de vuestras familias".

Y desde aquella tarde serena y gozosa el 1 de mayo entraba en el calendario católico bajo la advocación de San José Obrero. Los liturgistas pondrán, ciertamente, una vez más, su nota de escrúpulo ante esta fiesta de tipo ideológico, recordando que el ciclo litúrgico es esencialmente conmemoración de acontecimientos, no de ideas. Sin embargo, aunque en la línea de una exquisita pureza litúrgica pueda caber la discusión, no hay lugar a ella desde el punto de vista pastoral. Una fiesta, inserta en una fecha ya consagrada como exaltación del trabajo, resulta pedagógicamente admirable, en orden a llevar de una manera gráfica, plástica, colorida y vital un manojo de ideas a las muchedumbres de hoy.
Plástica, colorida y vital resulta la idea de la dignidad del trabajo cuando la encontramos, no al través de unos párrafos oratorios, sino encarnada en la sublime sencillez de la vida del mismo padre putativo de Jesucristo. Él había dicho ya en el Antiguo Testamento: “Mis caminos no son vuestros caminos y mis pensamientos no son vuestros pensamientos". Cualquiera de nosotros, consultado, hubiera sido de opinión de que era preferible que Jesucristo, puesto a traer al mundo el mensaje de una ideología que forzosamente habría de chocar con el mundo de entonces, hubiera nacido rodeado de lo que solemos llamar un prestigio social: de familia ilustre, sin angustias económicas, en alguna ciudad, como la antigua Roma, que resultase crucial en la marcha de los tiempos.

Pero no fue así. Antes al contrario. Jesucristo elige para sí, para su Madre bendita, para San José, un ambiente de auténtica pobreza. Entendámonos: no un ambiente de pobreza más o menos convencional, de vida sencilla pero al margen de preocupaciones económicas, sino la áspera realidad de tener que ganarse el pan trabajando, de tener que disipar los tenues ahorrillos en el destierro, de tener que sufrir muchas veces la amargura de no poder disponer ni siquiera de lo necesario.

Desde los Evangelios apócrifos, con su muchedumbre de milagros adornando la niñez de Jesucristo, hasta el mismo San Ignacio poniendo, con encantadora ternura, la figura de una criadita que acompañe al matrimonio camino de Belén, los cristianos nos hemos rebelado muchas veces contra ese designio de la Divina Providencia que se nos antojaba excesivo. Cuando hemos querido imaginar a la Santísima Virgen le hemos dado siempre trabajos que traían consigo un halo de poesía:

“La Virgen lava pañales
Y los tiende en el romero…”

Pero lo cierto es que la Virgen habría de lavar más de una vez las humildes escaleras de la casita y barrer el pobre taller, y preparar la frugal comida. Y, junto a ella, también a San José habría de corresponderle su parte en las consecuencias de tanta pobreza.

Sabemos que fue carpintero. Alguno de los Padres apostólicos, San Justino, llegó a ver toscos arados romanos trabajados en el taller de Nazaret por el Patriarca San José y el mismo Jesús. Fuera de esto, todo lo demás son conjeturas. Pero conjeturas hechas a base de certeza, si cabe hablar paradójicamente, pues, por mucho que queramos forzar nuestra imaginación, siempre resultará que fue difícil y dura la vida de un pobre carpintero de pueblo, que a su condición de tal ha añadido las tristes consecuencias de haber vivido algún tiempo en el destierro.
Porque si algunos ahorros hubo, si algo pudo llegar a valer aquel tallercito, ciertamente que todo hizo falta cuando, como consecuencia de la persecución de Herodes, la Sagrada Familia hubo de marchar a Egipto. Dura la vida allí. Dura también la vida a la vuelta.

En este ambiente vivió Jesucristo. Y éste es el modelo que hoy se propone a todos los cristianos. Para que cada cual aprenda la lección que le corresponde.

Quiere la Iglesia que la fiesta de San José Obrero sirva, como dice la sexta lección del oficio, para despertar y aumentar en los obreros la fe en el Evangelio y la admiración y el amor por Jesucristo; sirva para despertar en los que gobiernan la atención hacia aquellos que sufren, y el deseo de poner en práctica las cosas que pueden conducir a un recto orden en la sociedad humana; sirva para corregir en la sociedad los falsos criterios mundanos que en tantas ocasiones llegan a penetrarla por completo.

Insistamos en esta triple idea.

Como consecuencia de la profunda revolución que supuso el maquinismo surgió, a mediados del siglo XIX, una nueva clase social; el proletariado. No puede decirse que esta clase social se haya apartado de la Iglesia. En realidad, estuvo en la mayor parte de los países, salvemos excepciones tan gloriosas como Irlanda, totalmente al margen de ella. Sometida a unas condiciones infrahumanas de vida, a una jornada agotadora de trabajo, a una situación económica aflictiva, hubo forzosamente de abrirse a ideologías paganas y materialistas. Gestos tan nobles como la magistral encíclica del Papa León XIII Rerum Novarum cayeron en el vacío. Una sociedad que se llamaba cristiana desoyó por completo tales llamamientos. Entonces surgió poderoso, amenazador, el auge del marxismo, y posteriormente el arraigo del comunismo en esas masas, y su triunfo político en algunas naciones.

A tal situación se trata de oponer, más que una ideología, un símbolo: el de San José Obrero. Late en él toda una concepción de la vida, y del papel del trabajo en ella. Diríamos que toda una teología del trabajo. Como dice el responsorio de sexta y de nona: "El verbo de Dios, por quien han sido hechas todas las cosas se ha dignado trabajar por sus propias manos... ¡Oh inmensa dignidad del trabajo que Cristo santificó!" Es más: en ese mismo trabajo resplandece una ley divina, establecida por el Creador de todas las cosas, según recuerda la oración de la misa.
Pero la fiesta no es sólo una predicación de la dignidad del trabajo y un recuerdo de que ese trabajo ha sido compartido por el hijo de Dios y por San José. Es también un aldabonazo en la conciencia de quienes gobiernan. A ellos se les recuerda cuáles son sus obligaciones en relación con los pobres y con los humildes. Dice así el papa Pío XII: "La acción de las fuerzas cristianas en la vida pública mira, ciertamente, a que se promueva la promulgación de buenas leyes y la formación de instituciones adaptadas a los tiempos, pero también más aún significa el destierro de frases huecas y de palabras engañosas, y el sentirse la generalidad de los hombres apoyados y sostenidos en sus legítimas exigencias y esperanzas. Es necesario formar una opinión pública que, sin buscar el escándalo, señale con franqueza y valor las personas y las circunstancias que no se conforman con las leyes e instituciones justas o que deslealmente ocultan la realidad. Para lograr que un ciudadano cualquiera ejerza su influjo no basta ponerle en la mano la papeleta del voto u otros medios semejantes. Si desea asociarse a las clases dirigentes, si quiere, para el bien de todos, poner alguna vez remedio a la falta de ideas provechosas o vencer el egoísmo invasor, debe poseer personalmente las necesarias energías internas y la ferviente voluntad de contribuir a infundir una sana moral en todo el orden público".

Desgraciadamente, se hace necesario también una tercera actuación de esta fiesta, no sólo sobre los trabajadores y los dirigentes, sino sobre la misma sociedad. El Evangelio de la fiesta nos recuerda el desdén con que las gentes contemporáneas de Jesucristo comentaban, al oír su predicación, que se trataba del hijo de un carpintero. Después de veinte siglos de cristianismo todavía queda mucho de aquel, y estamos lejos de apreciar en nuestra vida corriente y normal la dignidad del hombre, de condición humilde que trabaja con sus manos. Nos escandaliza encontrar en la historia épocas en que este trabajo era, en ambientes que se decían cristianos, algo deshonroso, que podía incluso, si se encontraba en los antepasados, impedir el acceso a algunas Ordenes religiosas. Pero no nos costaría mucho encontrar idénticos criterios mundanos, paganos, construidos de espaldas al verdadero cristianismo, en nuestra misma sociedad de hoy. Hay mucho que reformar. Para que los puestos de dirección se den a quien se lo merezca, y no por razón de nacimiento o influencia; para que nuestras clases sociales sean permeables, y sea, por consiguiente, fácil el paso de unas a otras; para que se superen añejos prejuicios raciales o sociales; para que en todas partes, en las Asociaciones católicas, en los colegios, en el trabajo, en la amistad..., todos nos sintamos verdaderamente hermanos. Este es el triple fruto que la Iglesia se propone obtener con la institución de la fiesta de San José Obrero.

ORACION
Oh Dios, Creador de las cosas, que impusiste al género humano la ley del trabajo: concede propicio que, con el ejemplo tu patrocinio de San José, practiquemos las obras que mandas y consigamos los premios que prometes. Por Cristo Nuerstro Señor.


martes, 28 de abril de 2009

¡ Felices los globalizados !

LAS CONSECUENCIAS DE UNA VIDA DESARRAIGADA


Asoma su ceño terrible una epidemia desconocida. Se le ha llamado "gripe porcina" y la ignorancia de las autoridades médicas ante este fenómeno emergente es inquietante. Contraerla, en el estado actual de las cosas, supone una condena a muerte. Se activa la alarma social, convenientemente dosificada. No se extrae el corolario de estos fenómenos, pues no interesa: ni a la industria turística, ni a las compañías de viajes, ni al Plan Maestro por el que se trata de borrar las fronteras, para crear ese Mundo Feliz -es un decir lo de "feliz"- que entreviera Kant y todos los secuaces del iluminismo dieciochesco. Poco se sabe del epicentro de esta epidemia, tampoco se sabe de su origen, poco remedio se le puede administrar para impedir su avance mortífero, o paliar los efectos que puede traer consigo. Estamos en la primavera del año 2009.


"La peste es como un gran incendio; si en el lugar donde brota hay únicamente unas pocas casas contiguas, sólo puede quemar unas pocas casas; o si comienza en una casa aislada, o como las llamamos, en una csa solitaria, sólo puede quemar esa casa solitaria en la que se origina. Mas si se inicia en una ciudad o villa densamente edificada y consigue tomar cuerpo, allí su voracidad se incrementa; devasta toda la ciudad y consume cuanto se pone a su alcance" -así afirma Daniel Defoe en su magnífico "Diario del Año de la Peste" -cuyo título original y prolijo es "A journal of the Plague Year: being observations or Memorials of the most Remarkable occurrences, as well, publick as private, which happened in London during the last Great Visitation in 1665". Libro muy recomendable en esta coyuntura.


El mundo es una aldea global -nos dicen con su sonrisa de idiotas los pregoneros de la multiculturalidad. Así como lo que no mataba a los españoles en América, ocasionaba la mortandad entre los indígenas, hoy el resfriado de un chino podría matar a un europeo -pero eso no nos lo dirán. Se lo callarán: chitón, que nadie rompa el sueño estúpido de un mundo poli-étnico y multigilipollas. Pero de sopetón se mete de rondón un factor desazonador: cuando todo parecía estable (el cáncer mata, el SIDA mata... pero todo está casi bajo control), viene la "gripe porcina" y reaviva las ascuas del temor.


Los transportes para saltar de un brinco un océano son asequibles, la fluidez de la comunicación entre países es fácil, el acortamiento de las distancias, gracias a los poderosos medios de locomoción... facilitaría cualquier contagio. Ese culillo de mal asiento que es el hombre contemporáneo, afanoso de curiosear y meter sus narices en donde no le llaman, es el receptor idóneo de enfermedades exóticas que, por si fuera poco, se las trae en las valijas.


Los oficiosos sacerdotes que ofician la nauseabunda y execrable liturgia en los altares de Mammón siempre pregonaron en sus ñoños sermones las virtudes de la multiculturalidad y las maravillas de la globalización: cuánto color... Y qué poco color tiene la cosa. Los viajes internacionales e intercontinentales sustituyeron las peregrinaciones religiosas a los lugares santos: antes se caminaba para venerar unas reliquias, hoy se viaja para sacar fotografías y traerse los más cutrísimos souvenirs. La premisa de esta desatada fiebre del seminomadismo temporero se fundaba en aquella famosa frase: "El patriotismo se cura viajando". Y tras decir el tópico, los cosmopolitas sonreían estúpidamente, creyendo haber asestado el golpe más atroz al patriotismo. Se suponía que la movilidad espacial de los hombres y mujeres de los siglos XX y XXI, gracias al progreso de los medios de transporte, nos haría cultos -sin leer; maduros -sin sufrir; desenvueltos -a fucias de cheque y liquidez bancaria; y tolerantes -eso que no falte, muy tolerantes... hasta la tontolerantez. Viajar nos abriría la mente a nuevos horizontes, a nuevas culturas. Tráete las plumas del chamán, el ídolo de madera africano, el escarabajo de Egipto, el Ojo de Turquía... Y no te traigas a la madre que los parió, que ya estamos aquí demasiados, pues vienen solos -en avión o en cayuco. Y, claro, nadie nos avisó ni nadie quiere avisarnos de que tanto tránsito de gentes de aquí para allá y de allá para acullá... Nos haría receptores de nuevas enfermedades, portadores de nuevas formas de muerte y transmisores de las novísimas pestes que ya no serán nunca brotes locales, sino pandemias planetarias. ¡Toma cosmopolitismo! Si no quieres una taza... Te tomas dos.


Por mi innata tendencia sedentaria, por mi arraigo al numen de mis antepasados he detestado el cosmopolitismo desde que tengo uso de razón, y me ha fastidiado siempre esa fiebre de los trotamundos turísticos; mi olfato me decía, hace décadas, que esto no podría traer nada bueno. Ni las avenidas de extranjeros a España, ni las idas y venidas de españoles a otros lugares -sin una justificación bien fundada.


Hablando sobre la "gripe porcina" con un viejo, de esos venerables de boina calada, de esos que no han salido de los confines que ciñen la vista al horizonte de olivos, vine a preguntarle a éste por su parecer. A lo que me dijo:


-¿Qué se la ha perdido a la gente en un país que no es el suyo? Esto es lo que trae tanto viaje para arriba y para abajo... ¡Enfermedades! Es lo que yo siempre he dicho: cada cual en su casa... Y Dios en la de todos.


Corolario: cada mochuelo a su olivo. Pero, tal vez sea demasiado tarde... Pues pudo la curiosidad de Pandora que no contenta con abrir la caja de las calamidades, tuvo que abrir la muy cazoletera la billetera para trasponer a las Islas de Cipango o a las cumbres del Himalaya. Y, claro, consigo se trajo la fiebre tibetana y las diarreas chinescas. Dios nos libre, hermanos.

Tomado de Libro de Horas y Hora de Libros

jueves, 23 de abril de 2009

Como se pide...

PRIMER CICLO DE CONFERENCIAS DE 2009

TEMA:“LOS CLÁSICOS”

JUEVES 23 DE ABRIL:“PLATÓN Y LA BELLEZA”

DISERTANTE:DR. ANTONIO CAPONNETTO

LUGAR:VIAMONTE 1596, PISO 1º CIUDAD DE BUENOS
AIRES

HORA:19:00 EN PUNTO

AUSPICIA CENTRO DE ESTUDIOS“NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED”

La leyenda de San Jorge y el dragón

En cierta ocasión llegó San Jorge a una ciudad llamada Silca, en la provincia de Libia. Cerca de la población había un lago tan grande que parecía un mar donde se ocultaba un dragón de tal fiereza y tan descomunal tamaño, que tenía atemorizadas a las gentes de la comarca, pues cuantas veces intentaron capturarlo tuvieron que huir despavoridas a pesar de que iban fuertemente armadas. Además, el monstruo era tan sumamente pestífero, que el hedor que despedía llegaba hasta los muros de la ciudad y con él infestaba a cuantos trataban de acercarse a la orilla de aquellas aguas. Los habitantes de Silca arrojaban al lago cada día dos ovejas para que el dragón comiese y los dejase tranquilos, porque si le faltaba el alimento iba en busca de él hasta la misma muralla, los asustaba y, con la podredumbre de su hediondez, contaminaba el ambiente y causaba la muerte a muchas personas.

Al cabo de cierto tiempo los moradores de la región se quedaron sin ovejas o con un número muy escaso de ellas, y como no les resultaba fácil recebar sus cabañas, celebraron una reunión y en ella acordaron arrojar cada día al agua, para comida de la bestia, una sola oveja y a una persona, y que la designación de ésta se hiciera diariamente, mediante sorteo, sin excluir de él a nadie. Así se hizo; pero llegó un momento en que casi todos los habitantes habían sido devorados por el dragón. Cuando ya quedaban muy pocos, un día, al hacer el sorteo de la víctima, la suerte recayó en la hija única del rey. Entonces éste, profundamente afligido, propuso a sus súbditos:
-Os doy todo mi oro y toda mi plata y hasta la mitad de mi reino si hacéis una excepción con mi hija. Yo no puedo soportar que muera con semejante género de muerte.
El pueblo, indignado, replicó:
-No aceptamos. Tú fuiste quien propusiste que las cosas se hicieran de esta manera. A causa de tu proposición nosotros hemos perdido a nuestros hijos, y ahora, porque le ha llegado el turno a la tuya, pretendes modificar tu anterior propuesta. No pasamos por ello. Si tu hija no es arrojada al lago para que coma el dragón como lo han sido hasta hoy tantísimas otras personas, te quemaremos vivo y prenderemos fuego a tu casa.
En vista de tal actitud el rey comenzó a dar alaridos de dolor y a decir:
-¡Ay, infeliz de mí! ¡Oh, dulcísima hija mía! ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo alegar? ¡Ya no te veré casada, como era mi deseo!
Después, dirigiéndose a sus ciudadanos les suplicó:
-Aplazad por ocho días el sacrificio de mi hija, para que pueda durante ellos llorar esta desgracia.
El pueblo accedió a esta petición; pero, pasados los ocho días del plazo, la gente de la ciudad trató de exigir al rey que les entregara a su hija para arrojarla al lago, y clamando, enfurecidos, ante su palacio decían a gritos:
-¿Es que estás dispuesto a que todos perezcamos con tal de salvar a tu hija? ¿No ves que vamos a morir infestados por el hedor del dragón que está detrás de la muralla reclamando su comida?
Convencido el rey de que no podría salvar a su hija, la vistió con ricas y suntuosas galas y abrazándola y bañándola con sus lágrimas, decía:
-¡Ay, hija mía queridísima! Creía que ibas a darme larga descendencia, y he aquí que en lugar de eso vas a ser engullida por esa bestia. ¡Ay, dulcísima hija! Pensaba invitar a tu boda a todos los príncipes de la región y adornar el palacio con margaritas y hacer que resonaran en él músicas de órganos y timbales. Y ¿qué es lo que me espera? Verte devorada por ese dragón. ¡Ojalá, hija mía, -le repetía mientras la besaba- pudiera yo morir antes que perderte de esta manera!
La doncella se postró ante su padre y le rogó que la bendijera antes de emprender aquel funesto viaje. Vertiendo torrentes de lágrimas, el rey la bendijo; tras esto, la joven salió de la ciudad y se dirigió hacia el lago. Cuando llorando caminaba a cumplir su destino, san Jorge se encontró casualmente con ella y, al verla tan afligida, le preguntó la causa de que derramara tan copiosas lágrimas.
La doncella le contestó:
-¡Oh buen joven! ¡No te detengas! Sube a tu caballo y huye a toda prisa, porque si no también a ti te alcanzará la muerte que a mí me aguarda.
-No temas, hija –repuso san Jorge-; cuéntame lo que te pasa y dime qué hace allí aquel grupo de gente que parece estar asistiendo a algún espectáculo.
-Paréceme, piadoso joven –le dijo la doncella- que tienes un corazón magnánimo. Pero, ¿es que deseas morir conmigo? ¡Hazme caso y huye cuanto antes!
El santo insistió:
-No me moveré de aquí hasta que no me hayas contado lo que te sucede.
La muchacha le explicó su caso, y cuando terminó su relato, Jorge le dijo:
-¡Hija, no tengas miedo! En el nombre de Cristo yo te ayudaré.
-¡Gracias, valeroso soldado! –replicó ella- pero te repito que te pongas inmediatamente a salvo si no quieres perecer conmigo. No podrás librarme de la muerte que me espera, porque si lo intentaras morirías tú también; ya que yo no tengo remedio, sálvate tú.
Durante el diálogo precedente el dragón sacó la cabeza de debajo de las aguas, nadó hasta la orilla del lago, salió a tierra y empezó a avanzar hacia ellos. Entonces la doncella, al ver que el monstruo se acercaba, aterrorizada, gritó a Jorge:
-¡Huye! ¡huye a toda prisa, buen hombre!
Jorge, de un salto, se acomodó en su caballo, se santiguó, se encomendó a Dios, enristró su lanza, y, haciéndola vibrar en el aire y espoleando a su cabalgadura, se dirigió hacia la bestia a toda carrera, y cuando la tuvo a su alcance hundió en su cuerpo el arma y la hirió. Acto seguido echó pie a tierra y dijo a la joven:
-Quítate el cinturón y sujeta con él al monstruo por el pescuezo. No temas, hija; haz lo que te digo.
Una vez que la joven hubo amarrado al dragón de la manera que Jorge le dijo, tomó el extremo del ceñidor como si fuera un ramal y comenzó a caminar hacia la ciudad llevando tras de sí al dragón que la seguía como si fuese un perrillo faldero. Cuando llegó a la puerta de la muralla, el público que allí estaba congregado, al ver que la doncella traía a la bestia, comenzó a huir hacia los montes dando gritos y diciendo:
-¡Ay de nosotros! ¡Ahora sí que pereceremos todos sin remedio!
San Jorge trató de detenerlos y de tranquilizarlos.
-¡No tengáis miedo! –les decía-. Dios me ha traído hasta esta ciudad para libraros de este monstruo. ¡Creed en Cristo y bautizaos! ¡Ya veréis cómo yo mato a esta bestia en cuanto todos hayáis recibido el bautismo!
Rey y pueblo se convirtieron y, cuando todos los habitantes de la ciudad hubieron recibido el bautismo San Jorge, en presencia de la multitud, desenvainó su espada y con ella dio muerte al dragón, cuyo cuerpo, arrastrado por cuatro parejas de bueyes, fue sacado de la población amurallada y llevado hasta un campo muy extenso que había a considerable distancia.
Veinte mil hombres se bautizaron en aquella ocasión. El rey, agradecido, hizo construir una iglesia enorme, dedicada a Santa María y a San Jorge. Por cierto que al pie del altar de la citada iglesia comenzó a manar una fuente muy abundante de agua tan milagrosa que cuantos enfermos bebían de ella quedaban curados de cualquier dolencia que les aquejase.
Igualmente, el rey ofreció a Jorge una inmensa cantidad de dinero que el santo no aceptó, aunque sí rogó al monarca que distribuyese la fabulosa suma entre los pobres.
("La Leyenda dorada", Santiago de la Vorágine S. XIII)

Santoral - 23 de Abril - San Jorge, mártir


El nombre de Jorge viene del griego y significa: "agricultor, que trabaja en la tierra". A pesar de la popularidad de San Jorge, se conocen muy pocos datos de él, y casi todas sus noticias se basan en leyendas y tradiciones que han pasado de boca en boca a lo largo de los siglos. Todos los historiadores y escritores de libros de santos, suelen coincidir en que fue un soldado romano, nacido en el siglo III en Capadocia (Turquía) y que fue martirizado a principios del IV, probablemente en la ciudad de Lydda, la actual Lod de Israel en tiempo de los emperadores Diocleciano y Maximiliano.
En las estampas que se difunden sobre el santo, hay un detalle que no nos puede pasar por alto: el escudo. En él, hay una cruz roja sobre fondo blanco. Esta cruz es la conocida "Cruz de San Jorge" y figura en muchas representaciones gráficas de Jesucristo resucitado, donde sale victorioso del sepulcro: Cristus Rex. Si hacemos un estudio del tema, podemos decir que la cruz, símbolo de derrota y de muerte, se convierte en el caso de Cristo y de sus mártires, en signo de victoria y de vida. En este caso, la cruz es signo de victoria.
El culto a San Jorge surgió poco tiempo después de su muerte, primero entre las comunidades cristianas de Oriente y después entre las de Occidente. Es el patrono de Inglaterra (su devoción fue llevada por el rey Ricardo I, a su regreso de las Cruzadas) Lituania, Polonia, Portugal, Rusia, Georgia, Lituania Serbia y en España, de Cataluña y de Aragón
Oración a San Jorge
San Jorge, queremos recordarte como te recuerda la antigua tradición. Tú abandonaste los éxitos militares y distribuiste tus bienes entre los pobres. Tú abandonaste a los dioses poderosos del Imperio para seguir al Mesías crucificado. Tú abandonaste la seguridad de tu linaje para unirte a la comunidad de los cristianos. Tú diste la vida por amor al Evangelio. San Jorge, mártir, compañero fiel de Jesús. Nos gusta recordarte en la luz de la Pascua; nos gusta recordarte potente en el combate contra todo dolor y toda esclavitud. San Jorge, mártir, compañero fiel de Jesús. Ayúdanos a enamorarnos del Evangelio, ayúdanos a vivir esa fe que tú tan intensamente viviste, ayúdanos a hacer posible que todo el mundo pueda sentir la felicidad de la primavera. Amén

domingo, 12 de abril de 2009

ESTE ES EL DIA QUE HIZO EL SEÑOR, ¡ALEGREMONOS Y REGOCIJEMONOS TODOS EN EL!

¡LA DIESTRA DEL SEÑOR HA HECHO HAZAÑAS, LA DIESTRA DEL SEÑOR HA VENCIDO, LA DIESTRA DEL SEÑOR HA HECHO PROEZAS (Ps. 117)

SS Benedicto XVI Mensaje Pascual y Bendición Urbi et Orbi 2009



Noten en el saludo pascual en español la presencia argentina!!!

¡El Señor ha resucitado, Aleluya, Aleluya!

Exulten por fin los coros de los ángeles...

Con estas palabras se inicia el Exultet, llamado también Pregón Pascual; es uno de los más antiguos himnos de la tradición litúrgica católica romana. Se canta la noche de Pascua en la Solemnidad de la Vigilia Pascual, por un sacerdote, un diácono o por un cantante. Con este himno el declamador invita la Iglesia entera a exaltar y alegrarse por el cumplimiento del misterio pascual, recorriendo en el canto los prodigios cumplidos en la historia de la salvación.

Pregón Pascual

Exulten por fin los coros de los ángeles,
exulten las jerarquías del cielo,
y por la victoria de rey tan poderoso
que las trompetas anuncien la salvación.

Goce también la tierra, inundada de tanta claridad,
y que, radiante con el fulgor del rey eterno,
se sienta libre de la tiniebla que cubría el orbe entero.

Alégrese también nuestra madre la Iglesia,
revestida de luz tan brillante;
resuene este templo con las aclamaciones del pueblo.

Por eso, queridos hermanos,
que asistís a la admirable claridad de esta luz santa,
invocad conmigo la misericordia de Dios omnipotente,para que aquel que, sin mérito mío,me agregó al número de sus ministros,infundiendo el resplandor de su luz,me ayude a cantar las alabanzas de este cirio.-

El Señor esté con vosotros.-
Y con tu espíritu.-
Levantemos el corazón.-
Lo tenemos levantado hacia el Señor.-
Demos gracias al Señor, nuestro Dios.-
Es justo y necesario.
En verdad es justo y necesario
aclamar con nuestras voces
y con todo el afecto del corazón
a Dios invisible, el Padre todopoderoso,
y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo.
Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre
la deuda de Adán
y, derramando su sangre,
canceló el recibo del antiguo pecado.

Porque éstas son las fiestas de Pascua
en las que se inmola el verdadero Cordero,
cuya sangre consagra las puertas de los fieles.

Esta es la noche en que sacaste de Egipto,
a los israelitas, nuestros padres,
y los hiciste pasar a pie el mar Rojo.

Esta es la noche en que la columna de fuego
esclareció las tinieblas del pecado.

Esta es la noche
en la que, por toda la tierra,
los que confiesan su fe en Cristo
son arrancados de los vicios del mundo
y de la oscuridad del pecado,
son restituidos a la gracia
y son agregados a los santos.
Esta es la noche en que,
rotas las cadenas de la muerte,
Cristo asciende victorioso del abismo.

¿De qué nos serviría haber nacido
si no hubiéramos sido rescatados?
¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!
¡Qué incomparable ternura y caridad!
Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!
Necesario fue el pecado de Adán,
que ha sido borrado por la muerte de Cristo.
¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!

¡Qué noche tan dichosa!
Sólo ella conoció el momento
en que Cristo resucitó de entre los muertos.
Esta es la noche de que estaba escrito:
«Será la noche clara como el día,
la noche iluminada por mi gozo.»

Y así, esta noche santa
ahuyenta los pecados,
lava las culpas,
devuelve la inocencia a los caídos,
la alegría a los tristes,
expulsa el odio,
trae la concordia,
doblega a los poderosos.

En esta noche de gracia,
acepta, Padre Santo,
el sacrificio vespertino de esta llama,
que la santa Iglesia te ofrece
en la solemne ofrenda de este cirio,
obra de las abejas.

Sabemos ya lo que anuncia esta columna de fuego,
ardiendo en llama viva para gloria de Dios.
Y aunque distribuye su luz,
no mengua al repartirla,
porque se alimenta de esta cera fundida,
que elaboró la abeja fecunda
para hacer esta lámpara preciosa.

¡Qué noche tan dichosa
en que se une el cielo con la tierra,
lo humano y lo divino!

Te rogamos, Señor, que este cirio,
consagrado a tu nombre,
arda sin apagarse
para destruir la oscuridad de esta noche,
y, como ofrenda agradable,
se asocie a las lumbreras del cielo.

Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,
ese lucero que no conoce ocaso
y es Cristo, tu Hijo resucitado,
que, al salir del sepulcro,
brilla sereno para el linaje humano,
y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos.

Amén.

sábado, 11 de abril de 2009

11 de Abril - Festividad de San León Magno, Papa y Doctor


La soberana personalidad de San León Magno es, en realidad, tan grandiosa, que apenas sabemos de él más datos —olvidados los de su infancia, educación y juventud— que los gigantes de su pontificado.

Debió nacer en los primeros años del siglo V o finales del anterior, época crucial y erizada de problemas, donde habían de brillar sus dotes excepcionales.
Parece que fue romano, (tusco le llama el Liber Pontificalis), y bien manifiesta el fervor con el que habla en sus discursos de aquella Roma imperial sublimada por el cristianismo, que llama su patria:
"La que era maestra del error se hizo discípula de la verdad... Y aunque, acumulando victorias, extendió por mar y tierra los derechos de su imperio, menos es lo que las bélicas empresas le conquistaron, que cuanto la paz cristiana le sometió. Y cuanto más tenazmente el demonio la tenía esclavizada, tanto es más admirable la libertad que le donó Jesucristo."
En el año 430 era ya arcediano de la iglesia papal, cargo que solía llevar la sucesión en el Pontificado. Y ya para entonces eran admiradas su sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima.
En una legación a las Galias donde se preparaba la infecunda victoria de los Campos Cataláunicos sobre las hordas de Atila, le sorprendió la muerte del papa San Sixto III y su elevación al trono pontificio, acogida con grandes aclamaciones por el pueblo romano. Era el 29 de septiembre del 440.
Puso mano inmediatamente a la restauración de la disciplina eclesiástica, al fomento del culto católico y la liturgia, y a la enseñanza de los dogmas y su defensa, con tanta elocuencia y sabiduría como nos lo demuestran los discursos y cartas que de él conservamos.
La carta XV fue escrita a Santo Toribio de Astorga, que le consultó el modo de obrar con los herejes priscilianistas.
Aquellos días de San León Magno eran tan agitados y trágicos en la cristiandad, con violentas polémicas y herejías internas, como en el exterior, combatidos ambos imperios de Oriente y Occidente por las terribles invasiones de los bárbaros del Norte. En ambas situaciones la figura del Pontífice es soberana, grandiosa y eficaz.
Ecos de las herejías que desembocaron en Nestorio y fueron condenadas en Efeso, eran las de Eutiques, que sucumbían al error contrario. Si Nestorio afirmaba que en Cristo había dos personas distintas, la humana y la del Verbo divino, que habitaba en el hombre como en un templo, y la unidad divina y humana no era mayor, según él, que la del esposo y la esposa unidos en una carne, Eutiques ponía en Jesucristo tal unidad que la persona humana estaba absorbida, fundida, convertida en la divina, quedando después de la unión solamente una naturaleza: es lo que se llamaba el monofisitismo.
Agriando polémicas y rivalidades de Alejandría y Constantinopla, la disputa se envenenó, y por añadidura se hizo intervenir en ella a las potestades civiles de los emperadores, entonces ya no poco entremetidos en los asuntos eclesiásticos.
Estalló violenta la cuestión en un sínodo celebrado en Efeso el año 449. Ya el año anterior, en un sínodo regional convocado por Dióscoro, patriarca de Alejandría, hizo una razonada acusación contra Eutiques el docto y bravo obispo Eusebio de Dorilea. Un poco rezagado se presentó al fin Eutiques. Era archimandrita o superior de un gran monasterio cercano a la metrópoli: vino rodeado de muchos de sus 300 monjes y de soldados de la corte imperial.
Fue condenado, pero no se sometió: promovieron algaradas, llenaron la ciudad de pasquines y apelaron al Papa, primero Eutiques con Dióscoro, sucesor de San Cirilo de Alejandría, que con su ciencia y prestigio pudiera haber zanjado la cuestión. Luego se les une el eunuco Crisafio, favorito del emperador, y destierran al patriarca Flaviano, que a duras penas logró enviar también su informe al Papa, que hábilmente demoraba la respuesta para ganar tiempo e informarse. Escribió muy hábiles cartas a Eutiques, al mismo emperador, prometiendo un dictamen, que al fin fue la famosa Carta dogmática a Flaviano, de 13 de junio de 449, Magnífico y definitivo estudio teológico, que dejaba definida la cuestión y condenado el monofisitismo y afirmada la unión hipostática de las dos naturalezas en una sola persona divina.
No se aquietan los herejes ni los políticos. Convocan un nuevo sínodo en Efeso a los dos meses. El emperador impone la presidencia de Dióscoro y tiene como guardias armados a los monjes que acaudilla el fanático Bársumas. No se deja intervenir a los legados pontificios ni se lee la Epístola dogmática; son excluidos Flaviano y Eusebio, y, aterrados, votan la absolución de Eutiques 135 Padres conciliares.
Y aún no les basta: convocan nuevo Sínodo con mayores violencias: deponen al patriarca Flaviano y a Teodoreto de Ciro y Eusebio de Dorilea, defensores de la ortodoxia. Los ánimos se exaltan: alborotan los monjes, dan alaridos los herejes, arrastran los soldados al patriarca, llévanlo al destierro: a duras penas pueden huir los legados pontificios. Uno de ellos corre a San León Magno y le informa. También, antes de morir, Flaviano protesta ante el Pontífice.
León Magno escribe su epístola 93, en la que condena lo ocurrido y califica al sínodo de latrocinio efesiano, frase enérgica con la que pasó a la historia el inválido conciliábulo.
Intenta el Papa sosegar los ánimos; escribe a Teodosio II y a Pulqueria, emperadores de Oriente; procura la intervención de Valentiniano III, emperador de Occidente.
Pero con valor declara nulo cuanto se hiciera en los pasados sínodos, defiende a Flaviano y condena nuevamente las violencias de Dióscoro, que se apoyaba en Crisafio, favorito dominante del emperador.
La Providencia quiso remediar la situación y se vio clara la tragedia de los perseguidores de la recta doctrina. Crisafio, el eunuco, cayó en desgracia y fue ajusticiado, el emperador tuvo una caída mortal de su caballo. La emperatriz se casó con Marciano, hombre de paz que reprimió la audacia y violencias de los heresiarcas y llamó del destierro a los obispos perseguidos.
Inmediatamente escriben a San León Magno, haciéndole homenaje de admiración y obediencia, y le piden la convocación de un concilio ecuménico.
Realmente no hacía falta, respondió el Papa, puesto que ya la fe estaba definida en su Epístola dogmática. Pero accedió para mayor esplendor de la fe y solemne ratificación de sus definiciones: designó a sus legados, dos obispos y dos presbíteros, Lucencio, Pascasio, Basilio y Bonifacio. No admitió la legitimidad del patriarca Anatolio, entronizado en Constantinopla a la muerte de Flaviano, si antes no firmaba la sumisión a las decisiones papales; y dejó una presidencia subsidiaria a los emperadores para mantener el orden y prevenir los alborotos de los herejes. Se sometió el patriarca nuevo y asistió en la presidencia a los legados pontificios.
El concilio, IV de los ecuménicos, se congregó en Calcedonia en octubre del 451. Asistieron 630 padres conciliares, de ellos cinco occidentales, dos africanos y los demás orientales. Más los representantes del Pontífice.
Ya en la primera sesión se presentó altanero Dióscoro con quince egipcios de su herejía, y tuvo la audacia de acusar al Papa: latravit, dicen expresivamente las actas, ladró contra San León Magno, pidiendo su excomunión. Se levanta Eusebio de Dorilea y con enérgica y documentada elocuencia venera al Papa, acusa a Dióscoro, que, viéndose en evidencia y rechazado por la inmensa mayoría, prorrumpe con los suyos en denuestos e injurias y acusa de nestorianos a los mejores paladines de la fe. Y al momento la asamblea propone el enjuiciamiento de Dióscoro y sus adeptos.
Magnífica la segunda sesión, confesó la fe de Nicea, ratificó los doce anatemas de San Cirilo y, al terminar la lectura aclamada de la Epístola dogmática de San León Magno, prorrumpió en la famosa profesión de fe todo el Concilio.
—Esta es la fe católica. Pedro habló por boca de León: Petrus per Leonem locutus est.
Frase lapidaria que ha quedado como aclamación de la infalibilidad pontificia y acatamiento a su autoridad apostólica.
En las siguientes sesiones se condenó la herejía y la violencia de Dióscoro: el emperador le condenó al destierro, lo mismo que a Eutiques y los suyos.
Solemnísima fue la sesión sexta, con la presencia de los emperadores Marciano y Pulqueria. Se hizo solemne profesión de fe y de acatamiento al Papa. Marciano pronunció un discurso que había de emular al del emperador Constantino en el primer concilio universal, que fue el de Nicea: con elocuencia habló de la paz y de poner término a las discusiones y polémicas doctrinales.
Con ello se daba por terminado el concilio y los legados papales se retiraban, Pero quiso Marciano que se aclararan algunos puntos personales y de disciplina. En mal hora, pues subrepticiamente se incluyó entre los 28 cánones uno que, indudablemente, parecía igualar las sedes de Roma y de Constantinopla. Llegadas las actas a Roma, protestaron los legados, y San León Magno solamente aprobó las decisiones dogmáticas y doctrinales.
Había salvado la fe ortodoxa con su autoridad, ciencia y prestigio San León Magno. Ahora le tocaba salvar a Roma.
Mientras acaba con sus aclamaciones el concilio de Calcedonia, ya por el norte de Italia avanzaban, entre incendios, matanzas y desolación, los bárbaros hunos acaudillados por el feroz Atila; las frases consabidas de que "donde pisaba su caballo no renacía la hierba" y de que era "el azote de Dios" vengador de la disolución y pecados del imperio lascivo y decadente, encierran una realidad absoluta.
Vencida la barrera del Rhin, atravesados los Alpes, cruzando el Po, ya acampaban junto a Mantua las hordas bárbaras. En Roma todo era confusión, terrores y gritos de pánico. Sólo había una esperanza: la elocuencia y valor del Papa.
Se puso en camino hacia el Norte: algún senador y cónsul le acompañaban, tímidos, a retaguardia.
Y el Pontífice intrépido, revestido de pontifical y llevando el cruzado báculo en sus manos, se presenta en el campamento mismo de Atila: le pide piedad y, más, le intima la paz. Estupefacto el bárbaro caudillo le escucha y le atiende y hasta ordena la retirada, ante el pasmo de bárbaros y romanos.
Apoteósico fue el recibimiento del liberador en Roma. Grandes solemnidades y pompas triunfales lo celebraron.
Y para memoria perenne hizo San León fundir la broncínea estatua de Júp iter que señoreaba el Capitolio y labrar con sus metales una estatua de San Pedro, que es la que hoy se venera con ósculos en su pie a la entrada de la basílica principal del Vaticano.
Pero Roma no había escarmentado: seguía la corrupción, los juegos lúbricos, los espectáculos indecorosos, los desmanes de lujo y de procacidad hasta en las mismas aulas imperiales.
San León se quejaba y auguraba nuevos castigos vindicadores de la divinal justicia.
En un sermón del día de San Pedro, que siempre lo predicaba con un imponente estilo, noble y elegante, se quejaba de que, aun en aquella romana solemnidad, asistían más gentes a las termas y anfiteatros que a la basílica pontifical. Y les aplicaba la execración amenazadora del profeta: "Señor, le habéis herido y no quiso enterarse; le habéis triturado a tribulaciones, y no entiende la advertencia del castigo".
Y no se hizo esperar la nueva y más tremenda catástrofe.
Ahora venía del Sur: eran los vándalos terribles, cuyo nombre aún se repite como expresión de bárbaras mortandades y humeantes ruinas. Devastada el Africa de San Agustín, ocupadas las islas periféricas, desembarcados en la misma Italia, avanzaban sembrando la desolación y la muerte.
Pánico en Roma: desbandadas fugitivas encabezadas por el emperador Patronio Máximo, que asesinó a Valentiniano III y forzó a su viuda Eudoxia a unirse con él en apresurado matrimonio. Nada extraño que ella, desesperada, llamara al vándalo Genserico, ofreciéndole a Roma con sus puertas desguarnecidas.
No dio tiempo al Pontífice a salirle al encuentro como a Atila; pero aún pudo presentarse al invasor y rogarle que, al menos, respetara las vidas y no incendiara la urbe. Así lo concedió; pero en quince días que duró la invasión es incalculable el número de atropellos, saqueos, depredaciones y desmanes que saciaron la voracidad y fiereza de aquellos vándalos. Era la primavera del 455: en su retirada se llevó cautivas a la emperatriz y sus hijas.
Los seis años que aún le quedaban de vida y pontificado los empleó el gran Papa en restaurar las ruinas y continuar su obra de disciplina y apostolado. Primeramente aún tuvo el rasgo de enviar sus presbíteros y limosnas al Africa desolada. Y en Roma predicó la caridad, más aún con sus crecidas limosnas que con sus sermones apremiantes.
Luego su labor de restauración de las tres grandes basílicas romanas y la ere cción de nuevos templos, dotándolos de vasos y ornamentos sagrados, y puso guardas fijos en los sepulcros de San Pedro y de San Pablo, que la ferocidad de los tiempos profanaba y saqueaba.
Celebraba con mayestática devoción las funciones litúrgicas y dejó su impronta en la misa, según recuerda el Liber Pontificalis, añadiendo palabras venerandas, como el Hostiam sanctam... rationabile sacrificium, y, sobre todo, no pocas oraciones, que, aun hoy, revelan en grandes festividades su intervención, estilo y sapiencia teológica.
Predicaba en las solemnes festividades, y aún se recuerdan, intercalados en el Breviario que diariamente rezan los sacerdotes, fragmentos de sus homilías y panegíricos, que admiran por el cursus o ritmo cadencioso y sonoro de su retórica prosa, siempre densa de majestad y doctrina. Sus 96 sermones y 143 cartas que nos han quedado son el broncíneo monumento que se erigió como Pontífice máximo.
El 10 de noviembre del 461 murió santamente. Había amplificado el culto, definido la fe, exaltado el primado pontificio en la universal Iglesia, hasta reconocido en las más famosas del Oriente, salvado a Roma incólume una vez, sin sangre y llamas otra. Subía el gran doctor a la Iglesia celestial, mientras la terrena iba a sufrir los desgarramientos e incursiones que abrían los tiempos de la más fervorosa cristiandad del Medievo.
JOSÉ ARTERO

Tomado de Mercaba



Sábado Santo

Acompañemos a María en su dolor




Stabat Mater

Stabat Mater dolorosa / ¡Vedla al pie del leño santo,
Iuxta Crucem lacrimosa, / Madre fiel, deshecha en llanto,
Dum pendebat Filius. / y a Jesúsa colgando en él!
Cuius animan gementem, / Gime su alma desolada
Contristatam et dolentem, / por el hierro traspasada,
Pertransivit gladius. / de sus ojos brota hiel.

¡O quam tristis et afflicta / ¡Oh cuán triste y afligida
Fuit illa benedicta / la bendita, la escogida
Mater Unigeniti! / Virgen Madre del Señor!
Quae moerebat et dolebat/¡Con qué angustia y duelo infando
Pia Mater, dum videbat / ve temblando y sollozando
Nati poenas inclyti. / el objeto de su amor.

Quis est homo, qui non fleret / ¡Quién es hombre y no llorara
Matrem Christi si videret / si a esa Madre contemplara
In tanto supplicio? / abrazada así a la Cruz!
Quis non posset contristari, / ¡En qué ojos no habrá llanto
Christi Matrem contemplari / a la vista del quebranto
Dolentem cum Filio? / de la Madre de Jesús!

Pro peccatis sua gentis / Por los crímenes del mundo
Vidit Iesum in tormentis, / en suplicio, y moribundo
Et falgellis subditum. / y azotado contempló
Vidit suum dulcem Natum / a aquél Hijo dulce y caro
Moriendo desolatum, / que en completo desamparo
dum emisit spiritum./ el Espíritu rindió.

Eia Mater fons amoris, / Haz oh Madre,de amor fuente,
Me sentire vim doloris / que tu acíbar me aliente
Fac, ut tecum lugeam; / y esa hiel que lloras Tu;
Fac, ut ardeat cor meum / y que ardiendo en santa llama
In amando Christum Deum,/ame a Aquél que tanto me ama,
Ut sibi complaceam. / y que puse en una cruz.

Sancta Mater, istud agas / Madre ruégote que hagas
Crucifixi fige plagas / que me selle con sus llagas
Cordi meo valide. / tú Jesús, mi corazón.
Tui Nati vulnerati, / El penó por mis pecados
Tam dignati pro me pati, / y yo quiero tus cuidados
Poenas meum divide. / compartir con aflicción.

Fac me tecum pie flere, / Hasta el día en que yo expire
Crucifixo condolere, / haz, oh Madre que El me mire
Donec ego vixero. / sollozando junto a tí;
Iuxta Crucem tecum stare / porque al pie de aquél madero
Et me tibi sociare / quiero ser tu compañero
In planctu desidero. / y morir gimiendo allí.

Virgo Virginum praeclara, / No me apartes Virgen Pura;
mihi iam non sis amara / de tu cáliz de amargura
Fac me tecum plangere. / como néctar beberé.
Fac ut portem Christi mortem, / Por ganar la santa palma
Passionis fac consortem, / siempre abiertas en mi alma
et plagas recolere. / esas llagas mantendré.

Fac me plagis vulnerari, / Con sus hierros traspasado,
Fac Cruce inebriari, / en su Cruz extasiado
Et cruore Filii. / es tu amor mi solo amor;
Flammis ne urar succensus / e inflamado en llama intensa
Per te, Virgo, sim defensus / sé tu, oh Virgen; mi defensa
In die iudicii. / ante el Hijo Juzgador.

Christe, cum sit hinc exire, / Que su Santa Cruz me ampare
Da per Matrem me venire / y su muerte me prepare
Ad palma victoriae. / con su gracia por sostén,
Quando corpus morietur, / y al morir, oh Madre pía,
Fac, ut animae donetur / haz que llegue el alma mía
Paradisi gloria./ a la gloria del Edén.

Amen.

jueves, 9 de abril de 2009

Viernes Santo

Nadie tiene más amor que aquél que dá la Vida....







Jueves Santo - Hoc est enim Corpus meum...


Tatum ergo

Tantum ergo Sacramentum
Veneremur cernui,
Et antiquum documentum
Novo cedat ritui,
Praestet fides supplementum
Sensuum defectui.

Genitori Genitoque
Laus et iubilatio,
Salus, honor, virtus quoque
Sit et benedictio;
procedenti ab utroque
Compar sit laudatio.

Amen.


Pues a tanto Sacramento
se tribute adoración,
y el Antigüo Testamento
ceda ante esta institución;
a la fe se exige aliento
y al sentido sumisión.

Gloria al Padre, al Hijo honor
y alabanza eternamente;
poder, júbilo y amor
le rindamos juntamente;
igual sea el fiel loor
al que es de ambos procedente.

Amén.

martes, 7 de abril de 2009

Santo Tomas Becket o El Honor de Dios


Tomás Becket, el arzobispo de Canterbury, ha muerto asesinado.
Es el atardecer del 29 de diciembre de 1170. La noticia atraviesa la cristiandad sobrecogiéndola de estupor.
Ha sucedido acaso—dirá luego la historia—el mayor acontecimiento de la época. Sólo dos años y dos meses más tarde, el 2 de febrero de 1173, y Tomás Becket, por boca del papa Alejandro III, comenzará a ser, y para siempre, Santo Tomás de Canterbury.
Otro año más, julio de 1174, el enemigo mortal del arzobispo, el presunto instigador del crimen, Enrique de Plantagenet, soberano de Inglaterra y de media Francia, camina a pie desnudo hacia la catedral de Canterbury; desciende a la cripta, junto al sepulcro de su víctima y cae de rodillas.
Y el cóncavo recinto cruje mientras los látigos de penitencia chasquean en las espaldas de un rey.
Estamos en la Edad Media "enorme y profunda". A través de los siglos, generaciones de ingleses acudirán a venerar las reliquias del campeón de los derechos de la Iglesia, "el mártir de la disciplina", como le llamará Bossuet en famoso panegírico, cuya biografía alcanza la tensión de una apasionante novela.
Nacido en Londres el día de Santo Tomás de 1118 procede de burgueses normandos y su padre es sheriff de la ciudad. Los canónigos regulares de Merton se encargarán de iniciarle en los libros, hasta que un día, cuando los reveses se hayan cebado en la hacienda familiar, tenga que dedicarse al trabajo en casa de un pariente londinense.
A los veinticuatro años de edad, huérfano ya durante tres, Tomás entra al servicio del arzobispo cantuariense Teobaldo y emprende la carrera eclesiástica. Recibe las órdenes menores, sube al diaconado en 1154, acumula prebendas y beneficios, y pronto se ve encaramado al relevante puesto de arcediano.

Teobaldo se ha dado perfecta cuenta de la valía del joven eclesiástico y no vacila en confiarle delicadas misiones en el Vaticano. Incluso en el grave problema de la sucesión al trono pesa la voz del novel diplomático.

El es quien inclina a su indeciso prelado y al propio papa Eugenio III por la causa de Matilde, la hija del difunto rey Enrique y actual esposa del conde de Anjou. En consecuencia, a la muerte de Esteban, a la sazón en el trono, la corona recaerá en el hijo de Matilde, Enrique de Plantagenet.

En efecto, el 20 de noviembre de 1154 Enrique II es ungido rey en Westminster. Joven de veintiún años, de estatura corta, ancho de espaldas, la cabeza redonda, enérgico, hábil político, con talento organizador, temible en sus arrebatos de cólera.

Tal era el monarca más poderoso entonces de toda la cristiandad, a quien la dote de su mujer, Leonor, heredera de Aquitania, había entregado casi la mitad del territorio francés.

No le resulta difícil dar con un primer ministro de talla política poco común. Lo tiene a mano en el brillante arcediano de Canterbury, alto, delgado, pálido, de larga nariz y apostura noble. Tomás Becket comienza a ser, no sólo el canciller de Inglaterra, sino indiscutiblemente la primera figura del reino después del soberano.

Cuando acude a Francia con la misión de concertar un matrimonio regio, los franceses se quedan boquiabiertos ante el fastuoso cortejo y se preguntan: "Si éste es sólo el ministro, ¿cómo se presentará el rey?" Y el día en que Enrique se lanza a reconquistar el condado de Toulouse, allí está Tomás Becket al frente de sus caballeros, derrochando arrojo de soldado y pericia de estratega. Muy pronto deja de sorprender a los cortesanos la intimidad que media entre soberano y canciller.

¡Cuántas veces se presenta Enrique a la mesa de su ministro, sin previo aviso, mediada ya la comida! El pueblo les ve cabalgar juntos por la capital, y se regocija cuando cierto día el rey forcejea en chanza para arrancar la rica pelliza escarlata de Tomás y entregársela a un mendigo.

Nos cuesta reconocer al clérigo por detrás del gran señor, el árbitro del buen tono y el político inmerso en los negocios del reino, cuyo favor se disputan todos los personajes. Incluso su gran amigo y confidente, el pensador Juan de Salisbury, le echa en cara su desmedida entrega al deporte de la caza. Y otra vez es el prior de Leicester quien, al contemplar su atuendo, le increpa: "¿A qué viene esta manera de vestir? Más parecéis un halconero que un clérigo".

Pero no es esto todo. Este mismo Tomás sabe recogerse a tiempos en el retiro espiritual de Merton y su cuerpo no olvida los golpes de la disciplina y las vigilias nocturnas en oración. La reputación de su moralidad salva intacta todos los riesgos de la corte.

Y llegamos a 1162. La sede primada de Canterbury aguarda desde hace varios meses el nombramiento de sucesor del fallecido Teobaldo. Enrique intuye la oportunidad que se le brinda de colocar Iglesia y Estado bajo una sola mano, la suya. Llama al canciller y le anuncia su voluntad de elevarle a la dignidad arzobispal de Canterbury.

La respuesta de Tomás está transida de gravedad y melancolía: "Pronto perdería yo el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con que me honráis se cambiaría en odio, porque yo no podría acceder a vuestras exigencias en punto a derechos de la Iglesia". El rey insiste, pero Tomás no cede. Sólo la intervención del cardenal legado. Enrique de Pisa, acabará con la resistencia del canciller. Becket es ordenado sacerdote e inmediatamente recibe la consagración episcopal.

Acaba de cruzar un momento decisivo de su existencia. Sobrecogido por la trascendencia de su nueva misión, va a acomodar a ella su vida entera, sujetándola a una regularidad monacal. al más riguroso ascetismo, a la pobreza para sí y el derroche limosnero con los indigentes.

Su renuncia al cargo de canciller ocasiona un disgusto al monarca y la primera fricción entre los dos amigos. La primera nada más. Becket, conocedor del carácter violento e insaciable del Plantagenet, presiente la dureza de futuros choques, que no tardan en llegar.

Será el primero la injusta exacción de un tributo arbitrario, ante la cual el arzobispo anuncia de manera inequívoca que sus súbditos no pagarán ni un penique.

Más adelante es la pretensión real de que los clérigos reos de crímenes sean sometidos a la justicia civil. En la reunión convocada por el monarca es el arzobispo de Canterbury quien se encarga de fortalecer y decidir a los débiles prelados, dispuestos a la componenda. Enrique, vencido e irritado, exige, por lo menos, la promesa de observar ciertas "antiguas costumbres" que no especifica. El primado está dispuesto a acceder, siempre que se añada la cláusula que deje a salvo los derechos de la Iglesia.

La política del monarca se hace más dura y más sutil. Obliga al antiguo canciller a renunciar a ciertas posesiones y honores, y, por otra parte, le da a entender que la promesa pedida es meramente formularia, sin repercusión en la vida de la Iglesia. De esta manera obtiene que Tomás, quien no ve clara la actitud de Roma, otorgue su asentimiento en Claredon.

Pero cuando más tarde le son presentados los dieciséis artículos que recogen aquellas "antiguas costumbres" y comprende que en ellos se juega nada menos que el enfeudamiento de la Iglesia por el Estado y, en última instancia, la segregación de Roma, Becket reacciona con firmeza y se niega rotundamente a estampar su sello en el documento.

La tremenda conciencia de su responsabilidad como cabeza de la Iglesia en Inglaterra le come de remordimientos por su momento de flaqueza en Claredon. Cuarenta días permanecerá alejado del altar, del que se considera indigno, mientras aguarda la absolución del Romano Pontífice. El rey, por su parte, redobla las represalias económicas y maneja hábilmente a lores y obispos, forzando así la soledad del primado.

Se le abre proceso por gastos contraídos en su tiempo de canciller, a pesar de haberle sido todo condonado el día de su nombramiento como arzobispo. En la mañana del 13 de octubre de 1164, luego de celebrar la misa votiva del primer mártir, San Esteban, el arzobispo, llevando en su mano la cruz metropolitana, se dirige al castillo del rey y denuncia la ilegalidad de aquel proceso. "Después de Dios, mi único juez es el Papa".

Y a la madrugada siguiente, en simple hábito de monje, escapa a los emisarios del rey y embarca en Sandwich rumbo a Francia, hacia un destierro que durará seis años.

El monarca inglés moviliza una intensa batalla diplomática a fin de distanciar del arzobispo—"el que fue arzobispo", dirá él—a Luis VII, rey de Francia, y al Papa, Alejandro III. Pero ambos acogen al exilado con admiración y cordialidad, y la palabra de Becket causa profunda sensación en el Papa y los cardenales reunidos en Sens. Presa todavía de sus remordimientos, Tomás pone su anillo en manos del Romano Pontífice y renuncia a la sede cantuariense; mas Alejandro le obliga a perseverar en su puesto.

Será ahora el monasterio cisterciense de Pontigny el marco de la vida más que nunca orante y sacrificada del ilustre prelado en exilio, y, al mismo tiempo, de su perseverancia en la lucha por los derechos de la Iglesia.

De allí salen recias cartas a amigos y enemigos, reproches incluso al mismo Papa cuando Tomás estima su actitud demasiado condescendiente. Pero Enrique tampoco duerme, y pone en juego todos los recursos para rendir a su rival. Confisca sus bienes, destierra a parientes, amigos y siervos, previo juramento de que irán a visitarle a Pontigny. Pretende que el dolor de los suyos fuerce al arzobispo a modificar su actitud. Amenaza con apoderarse de todos los monasterios cistercienses en territorio inglés si la Orden sigue cobijando a su enemigo.

Tomás se traslada ahora a una abadía benedictina y, nombrado legado ad latere para Inglaterra, excomulga a varios obispos que se han puesto de parte del rey.

Hierve un febril juego diplomático entre el Papa y los soberanos de Inglaterra y Francia. Dos entrevistas de Enrique con su antiguo canciller concluyen en fracaso. El Papa, que ha visto con claridad la mala fe del monarca británico, comienza a perder la paciencia, y se habla de poner en entredicho el reino de Inglaterra.

Enrique, instigado por el temor, escenifica una reconciliación con el arzobispo, que tiene lugar en Normandía en julio de 1170. En realidad, nada ha cambiado, y la paz alcanzada es sólo aparente. Pero con ella se presenta a Tomás la oportunidad de regresar a su sede cantuariense

El camino desde Sandwich, en donde desembarca el 1 de diciembre, hasta Canterbury se ve cercado por el júbilo desbordante del pueblo, El pueblo fiel, sí. Pero no los otros.

El príncipe heredero se niega a recibirle en audiencia, el hidalgo a quien Tomás reclama unas posesiones responde con el desplante y el insulto, los obispos exigen que les sea levantada la excomunión y por fin, despechados, apelan directamente al rey.

Faltan pocas horas para la Nochebuena. En el Consejo real, reunido cerca de Bayeux la atmósfera está cargada de electricidad, mientras se acumulan los cargos calumniosos contra el arzobispo. Enrique II, en el colmo de su cólera, grita las palabras fatales: "¡Cobardes! Ese hombre a quien yo he vestido, y alimentado, y llenado de honores y riquezas se levanta contra mí, ¿y no hay ninguno de los míos capaz de vengar mi honor y librarme de ese cura insolente?"

Amanece el día de Navidad. Mientras el arzobispo predica de Jesús que nace para morir y recuerda a San Elfegio, arzobispo de Canterbury y mártir, insinuando que el drama puede repetirse, cuatro caballeros del rey que han creído ver una orden en la airada queja de Enrique, navegan hacia Inglaterra, hacia Canterbury, por un mar con rumores de tragedia.

El arzobispo recibe noticia del inminente peligro. La noche del 28 a 29 será para él noche de vigilia y oración, de oración del huerto. A las tres de la tarde los cuatro caballeros piden ser recibidos por el primado. Exigencias, acusaciones y amenazas tropiezan una vez más con la inquebrantable conciencia del deber de Tomás Becket. Los caballeros se retiran.

Comienza a sonar el toque de vísperas y el arzobispo se encamina a la catedral como siempre, como si tal cosa. Pero todo Canterbury tiembla con siniestros presagios.

Cuando el pequeño cortejo, con cruz alzada, penetra en el templo, se adivinan en la penumbra del claustro figuras de hombres armados. Los monjes cierran nerviosamente las puertas de la catedral, mas el arzobispo, increpándoles: "¡Fuera, cobardes! La iglesia no es un castillo", vuelve a abrirlas con sus propias manos.

Luego comienza a subir pausadamente hacia el coro acompañado tan sólo de su anciano confesor, un monje y un clérigo de su servidumbre.

En aquel instante irrumpen los caballeros del rey. "¿Dónde está Tomás, el traidor?" "Aquí estoy--es la serena respuesta—. No traidor, sino arzobispo y sacerdote de Dios."

Y desciende con grave lentitud hasta quedar entre los altares de la Virgen y San Benito. Intentan arrastrarle hacia la puerta, pero Becket los rechaza. Golpes sordos de espada y sangre en el rostro del arzobispo. Otro golpe, y Tomás cae de rodillas. En las bóvedas cuajadas de espanto resuenan sus últimas palabras: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia". Un golpe postrero le destroza el cráneo. Los asesinos, invocando el nombre del rey, escapan precipitadamente. Pocos minutos han bastado para el sacrilegio. Al punto, grupos de fieles, consternados ante la magnitud del crimen, corren a la catedral y rodean silenciosos el cadáver que yace en el suelo, sin atreverse a tocarlo.

Cuentan que en aquel instante una pavorosa tormenta descargó sobre Canterbury.

El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido hizo penitencia durante dos años y en el año 1172 fue reconciliado otra vez con su religión. Desde entonces se entendió muy bien con las autoridades eclesiásticas.

Tomás consiguió después de su muerte, esto que no había logrado obtener durante su vida.

Tres años después el Sumo Pontífice Alejandro III lo inscribióen la lista de los santos, a causa de su martirio y por los muchos milagros que se obraban en su sepulcro.

Dos personajes con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre Enrique.

Y ambos fueron martirizados por defender a la santa Iglesia Católica. Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro, martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.

(La película sobre Santo Tomás que me conmovió en mi juventud)

La Misa de San Pío V, la de ayer, la de ¡siempre!

lunes, 6 de abril de 2009

sábado, 4 de abril de 2009

2 de Abril de 1982 - 2 de Abril de 2009


¡¡¡VOLVEREMOS!!!


NO TE RINDAS

Valió el fuego y el hielo, las noches sin descanso, los días en camino.
Valió acampar a la intemperie con la Gloria,desafiar con orgullo al prepotente,izar nuestro estandarte donde cuadra,ejercitar la hidalguía como un hábito,frente al asombro de los habituados al mal y al extravío.
Valió asistir al vuelo de los héroes;
presenciar el temor del enemigo.
Valió entender que se es capaz de estar presente
aunque se ciernan todos los peligros
–solo entre la nieve soberana,
solo entre las rocas y entre el frío
-aunque el mundo, a lo lejos,
se duerma ajeno con sus propios ruidos.
Podrán aventajarnos en las fuerzas,
pero no en el Destino.
No te rindas.
Valió la Pascua esperando al invasor.
Nunca en la Argentina de estos tiempos
tuvo tanto sentido aquella nueva y eterna Resurrección de Jesucristo.
Valió consagrar a María –Madre y Reina
-nuestras tierras robadas por una reina impía.
Valió, también, vivir el 25 de mayo en pie de guerra.
Se entendió entonces, porqué la Patria es ante todo,
su Historia Verdadera,
porque es la obra de la Cruz y de la Espada.
No te rindas. No olvides.
No hagas fugaz lo perenne
ni venzas el espíritu invencible.
Valió comprobar que existen los milagros,
que la hazaña desfila todavía;
que el mando es de los Jefes que comandan;
que no puede ordenar el cobarde,
ni regir el incapaz de valentía.
La milicia es un don que no admite a los tibios.
Sólo el coraje distingue y jerarquiza.
No te rindas.
Valió la Fe creciendo con los riesgos,
las Misas de los domingos entre peleas
–el sacrificio sobre el Sacrificio-;
el reparar los nombres de las Islas,
la amistad en un alba centinela.
Valió la sed, el hambre, la fatiga.
Y sobre todo... valió la sangre y la muerte batallando.
El testimonio irreversible de todos los caídos.
El ejemplo para siempre de los que regresaron nunca.
Porque morir en la avanzada es ser lumbre y simiente,
es convertirse en promesa del Triunfo.
Por ellos y por eso, no te rindas.
No acates las noticias del desbande,
no escuches el silencio de los cómplices,
no consientas marchar hacia el abismo;
no creas a los prometedores de éxitos que ya son fracasos.
Que no te engañen con la paz sin honra,
con la tranquilidad afrentosa
y el reposo sin honor y sin grandeza.
No existe la Argentina si existe derrumbada.
No queremos la tregua del sentenciado;
queremos la vigilia tensa, armada.
No te rindas ahora, Combatiente:
Caballero de la Orden Redentora de la Patria Cautiva.
No entregues la Esperanza.
Hay que volver.
Para escarmentar a los perjuros,
para restablecer en todos los espacios el tiempo de la hombría,
para que despunte el Nuevo Amanecer.
Para ser fieles, continuar y volver...
Los enemigos internos y externos
nos han tomado de rehén a la Victoria.
Antonio Caponnetto

Tomado del Blog de Cabildo