Asoma su ceño terrible una epidemia desconocida. Se le ha llamado "gripe porcina" y la ignorancia de las autoridades médicas ante este fenómeno emergente es inquietante. Contraerla, en el estado actual de las cosas, supone una condena a muerte. Se activa la alarma social, convenientemente dosificada. No se extrae el corolario de estos fenómenos, pues no interesa: ni a la industria turística, ni a las compañías de viajes, ni al Plan Maestro por el que se trata de borrar las fronteras, para crear ese Mundo Feliz -es un decir lo de "feliz"- que entreviera Kant y todos los secuaces del iluminismo dieciochesco. Poco se sabe del epicentro de esta epidemia, tampoco se sabe de su origen, poco remedio se le puede administrar para impedir su avance mortífero, o paliar los efectos que puede traer consigo. Estamos en la primavera del año 2009.
"La peste es como un gran incendio; si en el lugar donde brota hay únicamente unas pocas casas contiguas, sólo puede quemar unas pocas casas; o si comienza en una casa aislada, o como las llamamos, en una csa solitaria, sólo puede quemar esa casa solitaria en la que se origina. Mas si se inicia en una ciudad o villa densamente edificada y consigue tomar cuerpo, allí su voracidad se incrementa; devasta toda la ciudad y consume cuanto se pone a su alcance" -así afirma Daniel Defoe en su magnífico "Diario del Año de la Peste" -cuyo título original y prolijo es "A journal of the Plague Year: being observations or Memorials of the most Remarkable occurrences, as well, publick as private, which happened in London during the last Great Visitation in 1665". Libro muy recomendable en esta coyuntura.
El mundo es una aldea global -nos dicen con su sonrisa de idiotas los pregoneros de la multiculturalidad. Así como lo que no mataba a los españoles en América, ocasionaba la mortandad entre los indígenas, hoy el resfriado de un chino podría matar a un europeo -pero eso no nos lo dirán. Se lo callarán: chitón, que nadie rompa el sueño estúpido de un mundo poli-étnico y multigilipollas. Pero de sopetón se mete de rondón un factor desazonador: cuando todo parecía estable (el cáncer mata, el SIDA mata... pero todo está casi bajo control), viene la "gripe porcina" y reaviva las ascuas del temor.
Los transportes para saltar de un brinco un océano son asequibles, la fluidez de la comunicación entre países es fácil, el acortamiento de las distancias, gracias a los poderosos medios de locomoción... facilitaría cualquier contagio. Ese culillo de mal asiento que es el hombre contemporáneo, afanoso de curiosear y meter sus narices en donde no le llaman, es el receptor idóneo de enfermedades exóticas que, por si fuera poco, se las trae en las valijas.
Los oficiosos sacerdotes que ofician la nauseabunda y execrable liturgia en los altares de Mammón siempre pregonaron en sus ñoños sermones las virtudes de la multiculturalidad y las maravillas de la globalización: cuánto color... Y qué poco color tiene la cosa. Los viajes internacionales e intercontinentales sustituyeron las peregrinaciones religiosas a los lugares santos: antes se caminaba para venerar unas reliquias, hoy se viaja para sacar fotografías y traerse los más cutrísimos souvenirs. La premisa de esta desatada fiebre del seminomadismo temporero se fundaba en aquella famosa frase: "El patriotismo se cura viajando". Y tras decir el tópico, los cosmopolitas sonreían estúpidamente, creyendo haber asestado el golpe más atroz al patriotismo. Se suponía que la movilidad espacial de los hombres y mujeres de los siglos XX y XXI, gracias al progreso de los medios de transporte, nos haría cultos -sin leer; maduros -sin sufrir; desenvueltos -a fucias de cheque y liquidez bancaria; y tolerantes -eso que no falte, muy tolerantes... hasta la tontolerantez. Viajar nos abriría la mente a nuevos horizontes, a nuevas culturas. Tráete las plumas del chamán, el ídolo de madera africano, el escarabajo de Egipto, el Ojo de Turquía... Y no te traigas a la madre que los parió, que ya estamos aquí demasiados, pues vienen solos -en avión o en cayuco. Y, claro, nadie nos avisó ni nadie quiere avisarnos de que tanto tránsito de gentes de aquí para allá y de allá para acullá... Nos haría receptores de nuevas enfermedades, portadores de nuevas formas de muerte y transmisores de las novísimas pestes que ya no serán nunca brotes locales, sino pandemias planetarias. ¡Toma cosmopolitismo! Si no quieres una taza... Te tomas dos.
Por mi innata tendencia sedentaria, por mi arraigo al numen de mis antepasados he detestado el cosmopolitismo desde que tengo uso de razón, y me ha fastidiado siempre esa fiebre de los trotamundos turísticos; mi olfato me decía, hace décadas, que esto no podría traer nada bueno. Ni las avenidas de extranjeros a España, ni las idas y venidas de españoles a otros lugares -sin una justificación bien fundada.
Hablando sobre la "gripe porcina" con un viejo, de esos venerables de boina calada, de esos que no han salido de los confines que ciñen la vista al horizonte de olivos, vine a preguntarle a éste por su parecer. A lo que me dijo:
-¿Qué se la ha perdido a la gente en un país que no es el suyo? Esto es lo que trae tanto viaje para arriba y para abajo... ¡Enfermedades! Es lo que yo siempre he dicho: cada cual en su casa... Y Dios en la de todos.
Corolario: cada mochuelo a su olivo. Pero, tal vez sea demasiado tarde... Pues pudo la curiosidad de Pandora que no contenta con abrir la caja de las calamidades, tuvo que abrir la muy cazoletera la billetera para trasponer a las Islas de Cipango o a las cumbres del Himalaya. Y, claro, consigo se trajo la fiebre tibetana y las diarreas chinescas. Dios nos libre, hermanos.
"La peste es como un gran incendio; si en el lugar donde brota hay únicamente unas pocas casas contiguas, sólo puede quemar unas pocas casas; o si comienza en una casa aislada, o como las llamamos, en una csa solitaria, sólo puede quemar esa casa solitaria en la que se origina. Mas si se inicia en una ciudad o villa densamente edificada y consigue tomar cuerpo, allí su voracidad se incrementa; devasta toda la ciudad y consume cuanto se pone a su alcance" -así afirma Daniel Defoe en su magnífico "Diario del Año de la Peste" -cuyo título original y prolijo es "A journal of the Plague Year: being observations or Memorials of the most Remarkable occurrences, as well, publick as private, which happened in London during the last Great Visitation in 1665". Libro muy recomendable en esta coyuntura.
El mundo es una aldea global -nos dicen con su sonrisa de idiotas los pregoneros de la multiculturalidad. Así como lo que no mataba a los españoles en América, ocasionaba la mortandad entre los indígenas, hoy el resfriado de un chino podría matar a un europeo -pero eso no nos lo dirán. Se lo callarán: chitón, que nadie rompa el sueño estúpido de un mundo poli-étnico y multigilipollas. Pero de sopetón se mete de rondón un factor desazonador: cuando todo parecía estable (el cáncer mata, el SIDA mata... pero todo está casi bajo control), viene la "gripe porcina" y reaviva las ascuas del temor.
Los transportes para saltar de un brinco un océano son asequibles, la fluidez de la comunicación entre países es fácil, el acortamiento de las distancias, gracias a los poderosos medios de locomoción... facilitaría cualquier contagio. Ese culillo de mal asiento que es el hombre contemporáneo, afanoso de curiosear y meter sus narices en donde no le llaman, es el receptor idóneo de enfermedades exóticas que, por si fuera poco, se las trae en las valijas.
Los oficiosos sacerdotes que ofician la nauseabunda y execrable liturgia en los altares de Mammón siempre pregonaron en sus ñoños sermones las virtudes de la multiculturalidad y las maravillas de la globalización: cuánto color... Y qué poco color tiene la cosa. Los viajes internacionales e intercontinentales sustituyeron las peregrinaciones religiosas a los lugares santos: antes se caminaba para venerar unas reliquias, hoy se viaja para sacar fotografías y traerse los más cutrísimos souvenirs. La premisa de esta desatada fiebre del seminomadismo temporero se fundaba en aquella famosa frase: "El patriotismo se cura viajando". Y tras decir el tópico, los cosmopolitas sonreían estúpidamente, creyendo haber asestado el golpe más atroz al patriotismo. Se suponía que la movilidad espacial de los hombres y mujeres de los siglos XX y XXI, gracias al progreso de los medios de transporte, nos haría cultos -sin leer; maduros -sin sufrir; desenvueltos -a fucias de cheque y liquidez bancaria; y tolerantes -eso que no falte, muy tolerantes... hasta la tontolerantez. Viajar nos abriría la mente a nuevos horizontes, a nuevas culturas. Tráete las plumas del chamán, el ídolo de madera africano, el escarabajo de Egipto, el Ojo de Turquía... Y no te traigas a la madre que los parió, que ya estamos aquí demasiados, pues vienen solos -en avión o en cayuco. Y, claro, nadie nos avisó ni nadie quiere avisarnos de que tanto tránsito de gentes de aquí para allá y de allá para acullá... Nos haría receptores de nuevas enfermedades, portadores de nuevas formas de muerte y transmisores de las novísimas pestes que ya no serán nunca brotes locales, sino pandemias planetarias. ¡Toma cosmopolitismo! Si no quieres una taza... Te tomas dos.
Por mi innata tendencia sedentaria, por mi arraigo al numen de mis antepasados he detestado el cosmopolitismo desde que tengo uso de razón, y me ha fastidiado siempre esa fiebre de los trotamundos turísticos; mi olfato me decía, hace décadas, que esto no podría traer nada bueno. Ni las avenidas de extranjeros a España, ni las idas y venidas de españoles a otros lugares -sin una justificación bien fundada.
Hablando sobre la "gripe porcina" con un viejo, de esos venerables de boina calada, de esos que no han salido de los confines que ciñen la vista al horizonte de olivos, vine a preguntarle a éste por su parecer. A lo que me dijo:
-¿Qué se la ha perdido a la gente en un país que no es el suyo? Esto es lo que trae tanto viaje para arriba y para abajo... ¡Enfermedades! Es lo que yo siempre he dicho: cada cual en su casa... Y Dios en la de todos.
Corolario: cada mochuelo a su olivo. Pero, tal vez sea demasiado tarde... Pues pudo la curiosidad de Pandora que no contenta con abrir la caja de las calamidades, tuvo que abrir la muy cazoletera la billetera para trasponer a las Islas de Cipango o a las cumbres del Himalaya. Y, claro, consigo se trajo la fiebre tibetana y las diarreas chinescas. Dios nos libre, hermanos.
Tomado de Libro de Horas y Hora de Libros
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