Recordaba Mario Caponetto, en el blog de Cabildo, el 11 de junio, su emotiva y ferviente participación en la inolvidable procesión de Corpus Christi de aquel lejano 1955, contaba entonces, según refiere, 15 años de edad.
Su testimonio me impulsó a brindar también el mío, no porque resulte muy distinto al de tantos otros católicos que estuvieron presentes en ese fervoroso acto religioso, sino fundamentalmente porque quiero darle a este recuerdo un sentido homenaje de reconocimiento a mis padres, quienes, consecuentemente con sus convicciones religiosas y pese a mis ocho años de edad, no tuvieron temor ni reparo alguno en hacerme testigo y protagonista de una manifestación de Fe que alcanzó tanta trascendencia y significado en aquellas aciagas jornadas.
Fue así que de la mano de mi padre y de mi madre participé de aquella procesión de Corpus Christi, rezando y cantando por las calles del centro junto a la abigarrada multitud, observando con mis asombrados ojos de niño, la manifestación de Fe de un pueblo torpemente atacado en sus más sagradas convicciones, por un gobierno que en sus postrimerías no tuvo mejor ni mas nefanda ocurrencia que la de enfrentar a la Iglesia y hacerla responsable de sus propios fracasos, según el antiguo proverbio “Pluvia defit, causa christiani”.
En esos días, además de monaguillo de la Basílica del Espíritu Santo del barrio de Palermo, era alumno de 2do. grado del Colegio Guadalupe, contiguo al templo. Mi maestro era el Hermano Fermín Kranewitter, a quien divisé en un momento dado de la procesión, en medio del gentío, junto con otros sacerdotes y hermanos, también profesores de la institución, y soltándome de la mano de mi padre corrí a saludarlos, sorprendiéndolos con mi presencia .
Han quedado grabados en mi memoria algunos recuerdos de aquella emotiva jornada, simples pero llamativos para el niño que entonces era. Uno de ellos, era una especie de espejito retrovisor que algunas personas llevaban consigo, y que alzándolo sobre sus cabezas les permitía observar hacia atrás, las largas cuadras que componían la procesión.
Más tarde se dijo que habían participado de ella muchas personas que nada tenían de católicas y que más bien formaban parte de la oposición política al gobierno, incluidos militantes del Partido Comunista, lo que en cierta forma “desnaturalizaba” el significado del acto.
Yo no lo sentí así y creo que tampoco fue esa la sensación de la inmensa mayoría de los fieles, que participaron en aquél Corpus con el único propósito de dar autentico testimonio de su Fe, desafiando a las autoridades que habían renegado de sus otrora proclamadas convicciones religiosas, y de demostrar el repudio a la abierta y virulenta persecución religiosa desatada en contra de obispos, sacerdotes, laicos, instituciones y en definitiva agraviando los más sagrados sentimientos de la población.
Recuerdo también, cuando pasamos frente al Departamento Central de Policía, desde cuyas ventanas algunos observaban con curiosidad la procesión, riéndose burlonamente, y también cuando, antes de retornar a la Catedral, frente a la Casa de Gobierno –que tenía todas las ventanas y balcones cerrados- entonamos con emoción y fervor las estrofas del Himno Nacional Argentino.
Cuando retornamos a casa luego de la procesión, mi padre sintonizó la radio. El locutor del boletín de noticias informaba con temblorosa voz que “al término del acto, grupos de inadaptados habían arriado la Bandera Nacional del mástil emplazado en la explanada el Congreso Nacional, y tras proceder a su quema, habían izado la bandera de un “estado imperialista” (así lo recuerdo literalmente) -estaba aludiendo a la bandera del Vaticano- agregando que también habían arrancado del lugar placas recordatorias de Eva Perón…”
Como puede verse la mentira y la desinformación periodística como técnica de manipulación política no es novedosa en nuestra Patria.
Pero mi memoria sigue discurriendo hasta llegar al jueves 16 de Junio de 1955, una semana exacta después del Corpus, hace hoy, cincuenta y cuatro años.
Ese día había concurrido normalmente al colegio. Cerca del mediodía, los alumnos de primaria comenzamos a observar sorprendidos en los pasillos del establecimiento la presencia de algunas madres que acudían a retirar a sus hijos prácticamente hasta las puertas del aula, lo que resultaba verdaderamente insólito para la época y el espíritu de claustro que reinaba entonces en ese ámbito.
Sus rostros expresaban el temor y la angustia.
Mamá me llevó a casa, y por radio seguimos las noticias del bombardeo a Plaza de Mayo. Teníamos un aparato al que conectamos una antena improvisada para escuchar las radios de Uruguay, en particular Radio Carbe de Montevideo.
Algunos vecinos del edificio donde vivíamos, subieron a la terraza desde la cual –según dijeron- podían ver los aviones de la Marina sobrevolando la ciudad y lanzando las bombas.
Mi padre en esa época trabajaba lejos del centro de la ciudad, en el negocio de unos tíos míos, por lo que con mamá pensábamos que no correría peligro.
El 16 de Junio de 1955 fue un día gris, frío y lluvioso.
Al caer la noche mi padre regresó a casa como pudo, ya que no funcionaban los medios de transporte.
Una vez reunidos, me sentí tranquilo. Recuerdo que rezamos el Rosario con papa y mamá en acción de gracias por encontrarnos sanos y salvos, y le pedimos a la Virgen por la finalización de los enfrentamientos y por los que habían muerto o resultado heridos en esa triste jornada.
Ignoraba que falta muy poco para que comenzara, si no lo había hecho ya, el más cruento y sacrílego ataque que se haya llevado a cabo contra la Iglesia en nuestro país, a través del el vandálico saqueo, destrucción e incendio de los principales y mas tradicionales templos de la Ciudad de Buenos Aires, perpetrado por grupos de esbirros que actuaron con total impunidad frente a la actitud pasiva, cuando no complaciente, de los representantes del orden y seguridad públicas.
Como dije, yo era monaguillo de la Basílica del Espíritu Santo. Su párroco era por entonces el padre Jorge Kémerer sacerdote de la Congregación del Verbo Divino (S.V.D.) - designado al año siguiente primer Obispo de la nueva diócesis de Posadas- quien estaba al tanto de la probabilidad de un ataque al magnífico templo -primero de América- dedicado a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y elevado al rango de Basílica por SS Pío XII,- y así lo había advertido a la feligresía.
“Si se produce un ataque, presentaremos una resistencia pasiva sin emplear ningún tipo de violencia.” “Conovocaremos a la feligresía por medio del repicar de las campanas y el Espíritu Santo y la Virgen de Guadalupe –Patrona de nuestra Parroquia- serán nuestros mejores aliados para proteger su Casa.
En ese entonces el Sacristán de la Basília era el Hermano Erwino Wolf, un religioso de orígen alemán, (había nacido en Rosbach, Baviera en 1913), y destinado por la Congregación como misionero a la Argentina, donde había arribado en la década del 30.
El Hermano Erwino, no solo era el encargado del mantenimiento y de la limpieza de la Basílica a la que amaba entrañablemente (lo he visto levantar y bajar él solo, el más de un centenar de pesados bancos para limpiar los mosaicos del piso del templo, bruñir los candelabros literalmente a fuego, hasta dejarlos inmaculadamente resplandecientes, armar y desarmar en minutos los “túmulos” para las misas de réquiem, preparar cotidianamente los ornamentos para las misas, cuidando la indumentaria de cada uno de los 6 ó 7 sacerdotes que por entonces había en la comunidad, ayudarlos a revestirse, armar el magnífico y monumental pesebre en Navidad (destruído tras los vientos renovadores del Concilio), hacer repicar las campanas jalando de las sogas que pendían de sus badajos, al pie de las torres, etc. etc. sino que también era capaz de sentarse al órgano –o al modesto armonio- para acompañar los cantos durante las misas o en las bendiciones vespertinas con el Santísimo que tenían lugar después del rezo del Santo Rosario.
También era el encargado de los monaguillos, “sus” monaguillos”, a los que defendía como una leona defiende a sus cachorros cuando algún cura medio avinagrado “osaba” llamarnos la atención por alguna distracción en nuestra tarea, o cuando tropezábamos y hasta alguna vez caímos, y dimos por tierra con el Missale Romanum al pasar el pesado atril donde se apoyaba, de un lado al otro del altar, para la lectura del Evangelio… Bajo su severa pero amorosa disciplina empezábamos el “cursus honorum” del acolitado en la categoría de “floreros” -como él nos llamaba- (que tenían por única función “engalanar” las grandes celebraciones y misas de "tres padres" -como les dcecíamos- o solemnes, como lo fui a mis 6 años de edad) hasta transformarnos en consumados servidores del altar, dotados de una cuidadaso pronunciación del latín que se utilizaba en la liturgia de la misa, el cual, aunque parezca increíble, estudiábamos con mucho interés, hasta la destacada y eficiente participación en las extensas y significativas ceremonias de la Semana Santa, particularmente durante el triduo pascual, en la Navidad, en Pentecostés, etc. etc. y en las procesiones por las calles del barrio con los santos patronos secundarios de la Parroquia, San Roque y San Antonio.
El Hermano Erwino fue un verdadero padre para todos nosotros, los monaguillos de la Basílica. Un hombre rudo pero esencialmente bueno que con la ayuda de sus “bienhechores” como el los llamaba calmó el hambre material y espiritual de muchísimos chicos del barrio hijos de familias humildes, y fue ademas un activo suscitador de vocaciones.
Como no podía ser de otra manera, en los días de junio de 1955 el Hermano Erwino, fue el centinela de la Basílica del Espíritu Santo, su auténtico Angel Guardián. A él se le debe en gran medida que hoy a poco de haber cumplidos sus cien primeros años (2007) luzca incólume toda su belleza y esplendor
El asumió silenciosamente, sin que nadie o muy pocos miembros de la comunidad y de la feligresía lo supieran, la misión de vigilar las inmediaciones del Templo, erigido frente a la Plaza Güemes, (delimitada por las calles, Salguero, Mansilla y Medrano) para lo cual cada noche, desde la caída del sol, se apostaba en lo alto de la torre derecha de la Basílica a fin de dar de inmediato, ante cualquier amenaza de ataque, la voz de alarma, echando a vuelo las campañas.
Solo él supo de los sacrificios, las incomodidades, y las tensas y angustiosas vigilias que, después de todo un día de trabajo tuvo que afrontar desde tan singular atalaya.
Las guardias, que comenzaron desde que cobraron credibilidad los primeros rumores sobre la posibilidad de un ataque al templo se extendieron durante más de 40 días.
En ocasiones era acompañado por dos empleados laicos que colaboraban con él en las tareas de la sacristía y que como eran solteros vivían en la casa de la comunidad contigua al templo. Sus nombres eran Agustín y Ovidio.
Finalmente, el 16 de Junio de 1955, se produjo el temido desenlace.
El Hermano Erwino así lo relataba: “cuando faltaban pocos minutos para las 23 hs. apareció de pronto, por la calle Mansilla, una pequeña camioneta -tipo rastrojero- que en su parte posterior se encontraba ocupada por unas ocho o diez personas, las cuales bajaron rapidamente del vehículo luego de estacionarlo en la vereda de la iglesia”
Los atacantes llevaban consigo barretas de hierro, bidones presumiblemente con combustible; estaban fuera de sí, y mientras proferían gritos, insultos y blasfemias se encaminaron hacia la puerta principal, con el propósito de violentarla, para ingresar al templo y comenzar su demoníaca actividad depredadora.
El Hermano Erwino no dudó un instante. Era el momento de actuar, la ocasión para la que se había venido preparando desde hacía tanto tiempo.
“Me encomendé a Dios –relataba más tarde el Hermano- y a todos los santos del cielo y dejando mi puesto de observación me lancé escaleras abajo por el interior de la torre a fin de llegar cuando antes a las sogas de las campañas para comenzar a tirar de ellas con alma y vida.
Providencialmente esa noche lo acompañaba su ayudante de nombre Agustín.
En pocos segundos todas las campanas de la Basílica fueron echadas a vuelo, por el Hermano Erwino y por Agustín, a los que se sumaron muy pronto otros miembro de la comunidad religiosa al escuchar los primeros tañidos, y muy pronto comenzaron a sonar de manera atronadora, en la quietud de la noche…oyéndose a muchas cuadras de distancia (de lo que puedo dar fe ya que las escuche con nitidez pese a que mi domicilio distaba unas diez cuadras del templo) conmoviendo y despertando a todos los moradores del barrio….quienes repentinamente recordaron las palabras del Párroco, “si nos atacan echaremos a vuelo las campanas”
Y entonces…¡se produjo el milagro!
Al principio de a uno o de a dos, muy tímidamente, pero en seguida en numero creciente y con firme decisión, comenzaron a asomarse a la calle y luego a aproximarse al atrio de la Basílica, familias enteras, matrimonios, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, algunos en ropa de cama o a medio vestir, los cuales pese al frío de la noche, y a los trágicos acontecimientos acaecidos durante ese día, no tuvieron miedo de plantarse como mudos y a la vez firmes testigos frente a los atacantes en medio del atronador repicar de las campanas.
Los cobardes esbirros vacilaron, como aturdidos, levantaron sus ojos hacia lo alto de las torres, miraron a los feligreses que los rodeaban, se miraron entre sí, y finalmente el que parecía comandarlos se volvió sobre sus pasos y rápidamente abordó la camioneta en la que habían llegado, seguido de sus secuaces al grito de ¡A San Carlos, a San Carlos! (refiriéndose al colegio y a la Basílica de María Auxiliadora sitos a poca distancia de alli, sobre la calle Hipólito Yrigoyen)
Una oportuna llamada previno a sus defensores quienes también provocaron la huida de los sicarios que tampoco allí pudieron llevar a cabo sus sacrílegos propósitos.
¡¡¡ La Basílica del Espiritu Santo SE HABIA SALVADO !!!
Días después, al visitar, nuevamente de la mano de mis padres, las ruinas aún humeantes de los templos que habían sucumbido al odio sacrílego de los profanadores, tuve noción de la inmensa gracia y benevolencia que nos había deparado el Señor quien en sus insondables designios había permitido que mi querida Basilica del Espiritu Santo en la que al año siguiente hice mi Primera Comunión, fuese sustraída del furor destructivo, en una de las noches más tristes de los argentinos, en la noche de la Pasión de Jesús en Buenos Aires.
MIKAEL
Buenos Aires, 16 de Junio de 2009
¡Maravilloso testimonio! Hay un par de detalles más, acerca de esa noche, que he escuchado de mi padre y de un ex profesor del Guadalupe, y quiero consultarte acerca de su verosimilitud: 1) que algunos laicos, en coche, patrullaban la zona; 2) que algunos laicos, debidamente autorizados, protegían la Ssma. Eucaristía en sus casas particulares, por la noche, para evitar su profanación; 3) que a las campanas a vuelo de la Basílica se sumaron estratégicos "petardos" que asustaron más aún a los incendiarios. ¡Gracias por este recuerdo! Alejandro Pomar
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