viernes, 19 de junio de 2009

La voz de un auténtico Pastor (4)



Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata en la celebración del Corpus Christi(13 junio de 2009)

La solemnidad del santísimo Cuerpo y la preciosísima Sangre de Cristo expresa la fe de la Iglesia en su Señor, una fe admirativa, jubilosa, exultante, que no se deja traducir fácilmente en palabras. La secuencia litúrgica, atribuida a Santo Tomás de Aquino, invita al gozo espiritual en este día: sea plena la alabanza, sea sonoro, festivo, puro el júbilo del alma. Comentando los salmos bíblicos, en los que abundan las fórmulas de alabanza, decía San Agustín: lo que no se puede explicar con palabras no debe hacer cesar la alegría. Si ustedes pueden explicarlo, aclamen; si no pueden, estallen en júbilo. Cuando es exuberante el gozo y las palabras no bastan para expresarlo, se prorrumpe en júbilo. Éste es el espíritu que, según la intención de la Iglesia, debe reinar hoy en nuestros corazones. Hoy se pone alerta nuestra inteligencia de la fe, pero no basta entender con la mente; cuenta, sobre todo, la conciencia de estar ante el Señor nuestro Dios y adherir de corazón al misterio. La tradicional fiesta de Corpus Christi, que los franceses llaman la Fête-Dieu, nos pone ante la presencia de nuestro gran Dios y Salvador Cristo Jesús (Tit. 2, 13), ante la verdad y el realismo de su Cuerpo y de su Sangre. La Redención, la Encarnación, la Trinidad, todos los misterios de la fe se resumen y concentran en la Eucaristía, a la que llamamos, por antonomasia, el misterio de la fe.

La fe eucarística de la Iglesia se apoya en la palabra misma del Señor; no hay nada más verdadero que esta palabra de la verdad. Hemos escuchado hace un momento las palabras que Jesús pronunció en la última cena, que están registradas en los tres evangelios sinópticos y que constituyen el centro del rito de la Eucaristía. A esas palabras se atuvo invariablemente la tradición eclesial, desde los orígenes; acerca de esa tradición atestigua el apóstol Pablo en su primera carta a los corintios: es lo que yo recibí del Señor, y a mi vez les he transmitido… (1 Cor. 11, 23). San Cirilo de Jerusalén argumentaba, en el siglo IV, en una de sus instrucciones catequísticas: Por tanto, si él mismo afirmó del pan: “esto es mi cuerpo”, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y si él mismo afirmó: “ésta es mi sangre”, ¿quién podrá nunca dudar y decir que no es su sangre? Por esto hemos de recibirlos con la firme convicción de que son el cuerpo y sangre de Cristo. El argumento prosigue con una claridad y una fuerza irrebatibles para mostrar que después de invocado el Espíritu Santo y producido el cambio de los elementos, bajo los signos de pan y vino –más tarde se dirá: bajo las especies o los accidentes del pan y del vino– están el Cuerpo y la Sangre del Señor. Porque esa nueva realidad se ha hecho presente, nos unimos estrechamente a Cristo y somos divinizados. La catequesis sigue así: Se te da el cuerpo del Señor bajo el signo de pan y su sangre bajo el signo de vino; de modo que al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo te haces corpóreo y consanguíneo suyo. Así, pues, nos hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo y su sangre. De este modo, como dice San Pedro, nos hacemos partícipes de la naturaleza divina. Estas palabras son un eco de las que Jesús pronunció en Cafarnaún: mi carne es la verdadera comida, y mi sangre la verdadera bebida; el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él (Jn. 6, 55 s.).

Realidad sorprendente, maravillosa, tremenda, este milagro cotidiano de la transubstanciación por el que Cristo se ha quedado para siempre entre nosotros, asegurándonos así su retorno glorioso, nuestra resurrección y la vida eterna. El modo de ser de Cristo en la Eucaristía es un modo de ser sacramental, es decir, misterioso, que se verifica bajo el velo de los signos; pero es él mismo quien allí se encuentra, como dice el catecismo, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad: todo él bajo el signo del pan, todo él bajo el signo del vino. Su Cuerpo, el mismo que comenzó a formarse en el seno de María sin intervención de varón, por obra del Espíritu Santo; el mismo que experimentó hambre, sed y fatiga, que sufrió los tormentos de la pasión y en la mañana de Pascua se mostró a los discípulos transformado en fuente de vida y de luz. Su Sangre, la misma sangre que brotó por primera vez en la circuncisión, que impregnó el leño de la cruz y salpicó a los soldados en la flagelación, la misma que circula por las venas del Resucitado.

El ciclo de lecturas bíblicas que se observa este año enfoca el misterio de la Eucaristía como sacramento de la Sangre del Señor, precio de nuestra redención. Es la sangre de la nueva alianza, prefigurada en la de las víctimas de los sacrificios con la que Moisés roció al pueblo para comprometerlo a ser fiel al pacto sellado con Dios. Por su propia sangre Cristo nos ha purificado del pecado en el sacrificio de la cruz y nos ha mostrado hasta dónde llega su amor. Esta referencia a la sangre pone de relieve que la Eucaristía es el sacramento del sacrificio de Cristo y que el banquete sagrado es memorial del inmenso beneficio que fue el sacrificio de la cruz. La celebración eucarística es una imagen representativa de la pasión del Señor: actualiza –no repite– sino que re-presenta, hace presente la verdadera y única inmolación de la cruz. El don de la sangre eucarística proclama con elocuencia la generosidad del Señor, que nos entregó, para nuestra salvación, todo lo que asumió de nosotros. La sangre representa la vida humana; el don de la sangre, el amor hasta el fin.

Los teólogos de todos los tiempos y los filósofos cristianos han procurado ofrecer una explicación del misterio eucarístico. Esa explicación puede ser más o menos exacta, penetrante, aguda; puede calmar de algún modo la inquietud de la razón que busca comprender. Pero la comprensión verdadera la conceden la fe y el amor que se ejercen en la adoración. Si la Eucaristía es seriamente reconocida como el sacramento que contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, como la fuente y la cima de la evangelización y de la vida cristiana (cf. Presbyterorum ordinis, 5), la actitud que corresponde tanto de parte del católico personalmente considerado como de cada comunidad eclesial, es el empeño noble y magnánimo en la adoración. Da pena comprobar la desatención de la mayoría de los fieles a este aspecto del culto eucarístico. Cuando en una parroquia se destina una hora semanal a la adoración del Señor presente en el sacramento de su entrega por nosotros, apenas se logra reunir a un puñado de valientes mujeres. Habría que pensar en horarios más oportunos y disponer la organización necesaria para que este oficio de la adoración no sea desatendido como si se tratase de una devoción periférica en la Iglesia. Jesús nos enseñó a adorar al Padre en espíritu y en verdad; él es el perfecto adorador del Padre, de él se aprende este oficio, en él se entra como en un lugar santísimo –por algo a él se lo llama el Santísimo– para que nuestra adoración alcance su propia verdad y pueda ser inspirada e inflamada por el Espíritu.

Otra vía para avanzar en la comprensión eucarística es la preparación adecuada –quiero decir: una preparación cada vez más solícita y diligente– para comulgar. En otras épocas y durante varios siglos se alejaba a los fieles de la comunión frecuente porque se presentaba el sacramento como un premio para los perfectos, olvidando su poder medicinal; la preparación nunca parecía suficiente. A partir de las sabias decisiones tomadas por San Pío X a comienzos del siglo XX la situación cambió fundamentalmente. Hoy sabemos que la comunión frecuente no sólo es un bien, sino la fuente misma del crecimiento espiritual, el medio por excelencia de santificación. Pero la frecuencia no asegura la calidad y el fruto de la comunión. La inconsideración, la superficialidad, una concepción subjetivista y arbitraria de la relación religiosa con Dios –que son flaquezas propias de este tiempo– pueden llevar a una rutina eucarística infructuosa, absorbida por la tibieza espiritual, que resulta de algún modo una profanación del sacramento. La tradición de la Iglesia nos exhorta a una preparación que ponga en ejercicio las fibras más hondas del alma: fe, amor, humildad, contrición, confianza. Una antigua oración atribuida a San Ambrosio pide como una gracia prepararse con temor y temblor, pureza de corazón, fuente de lágrimas, alegría espiritual, celeste gozo.

No se comprende del todo la Eucaristía si no se advierte la vinculación misteriosa pero real que existe entre la vida eucarística de los cristianos, de la Iglesia como comunidad implantada en el mundo, y la situación concreta de la cultura y de la sociedad. Hoy hemos paseado al Corpus por las calles de nuestra ciudad; ha sido éste un signo de bendición, de profecía y de súplica. Un signo extraordinario, que realizamos una vez al año. El signo ordinario somos nosotros, los que nos nutrimos asiduamente del Cuerpo y la Sangre del Señor: somos concorpóreos y consanguíneos suyos, portadores de Cristo. Lo llevamos con nosotros todos los días; ¿cómo es posible entonces que todo siga igual? Benedicto XVI ha escrito que la unión con Cristo que se realiza en el Sacramento nos capacita también para nuevos tipos de relaciones sociales: la “mística” del Sacramento tiene un carácter social. El Papa exhorta a los fieles laicos a inspirarse en la entrega eucarística de Cristo para trabajar por un mundo mejor, más justo y fraterno, haciéndose “pan partido” para los demás en el compromiso político y social según la doctrina de la Iglesia (Sacramentum caritatis, 88 ss.). Menciona asimismo el valor y la actualidad del gesto litúrgico de la colecta como medio necesario para compartir los bienes y ayudar a los pobres, como lo hacían los primeros cristianos (cf. ib. 90). Precisamente, el sello de la celebración de hoy del Corpus Christi es la colecta anual de Caritas; coincidencia providencial para que el ejercicio de la misericordia no sea simple limosna, sino un servicio sagrado –diaconía de la liturgia esta, lo llama San Pablo (2 Cor. 9, 12)– y por tanto, también una fuente abundante de acciones de gracias a Dios.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

Tomado de AICA

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