miércoles, 3 de junio de 2009

La voz de un auténtico Pastor (3)


Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata, de la Solemnidad de Pentecostés (31 de mayo de 2009)

La solemnidad de Pentecostés representa la culminación de la obra de Cristo. El misterio divino-humano de su presencia en la tierra y de su misión se cumplió acabadamente en su sacrificio pascual: su muerte y resurrección. La efusión del Espíritu Santo que hoy celebramos como fruto de la Pascua anticipa e inaugura la plenitud del Reino. Los signos litúrgicos expresan el gozo de la Iglesia, que reduplica su aleluya porque ve cumplida la promesa del Señor a sus discípulos: recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos (Hech. 1, 8). El Espíritu es, por antonomasia, la promesa del Padre, anunciada por Jesús.

En la proclamación del Evangelio hemos escuchado dos de las cinco sentencias sobre el Paráclito que Jesús pronunció en la última cena para alentar a sus discípulos y asegurarles que no los dejaría solos, abandonados a su suerte. En esas palabras del Señor se descubren las funciones del Espíritu: su presencia constante, su magisterio interior, su poderoso testimonio. El Espíritu Santo es llamado Paráclito; este término griego puede traducirse mediante una circunlocución: es aquel a quien llamamos para que venga y se quede a nuestro lado, el intercesor que comparece para ayudar y proteger, el abogado que nos asiste y asume nuestra defensa. Mientras estaba con los discípulos, Jesús mismo ejercía esa función; cuando haya partido otro Paráclito lo reemplazará: el Espíritu de la Verdad. Es el don que el Padre otorga accediendo al ruego de su Hijo en favor de quienes lo aman y cumplen sus mandamientos (cf. Jn. 14, 15 ss.). Se asegura además que la presencia del Espíritu será permanente, como asociación protectora que acompañará a los discípulos, pero será presencia interior: estará en ellos, y desde esa intimidad desplegará su dinamismo tutelar de inspiración, de guía, de amparo.

El Paráclito tiene también la misión de enseñar, de enseñar todo, de introducir en la Verdad total (Cf. Jn. 14, 26; 16, 12-15). Esta actividad la cumple en el seno de la comunidad cristiana, y siempre en referencia a la revelación de Jesús: introduce a la Iglesia en la plena comprensión de lo que Jesús ha revelado; suscita una memoria incesante, siempre actual; interpreta y prolonga la enseñanza de Jesús y guía a los cristianos para que no se desvíen de ella y para que la apliquen a la vida. En su primera carta San Juan habla de la unción del que es Santo, que proporciona el verdadero conocimiento e instruye a los discípulos en todo (1 Jn. 2, 20.27). El Santo es Jesucristo y la unción que los cristianos han recibido es la revelación de Jesús, transmitida por la Iglesia, que penetra y actúa en el corazón de los creyentes por obra del Espíritu Santo. El Paráclito, el Espíritu de la Verdad, suscita el sentido sobrenatural de la fe en el pueblo de Dios para que adhiera de modo indefectible a la Verdad católica que es definida y enseñada por el magisterio del Papa y los obispos en comunión con él. Es un efecto admirable de la acción del Paráclito la armonía entre la unción interior con la que él enriquece a los fieles y el ejercicio público de un magisterio también asistido por él, que asegura la unidad de la Iglesia y su fidelidad al Señor.

La tercera función del Espíritu Santo, según el anuncio que hizo Jesús en la última cena, es el testimonio ante el mundo. La incredulidad, la oposición y el odio del mundo prolongan el proceso entablado contra Jesús en el sanedrín y en el pretorio. El Espíritu depone en favor de Jesús, acusa al mundo ante el tribunal de Dios y lo convence de error, de injusticia, de pecado; de este modo el Paráclito hace presente y efectivo el triunfo de Jesús sobre el diablo, príncipe de este mundo. La victoria se manifiesta en la constancia de los mártires. El Señor había anunciado el odio y la persecución del mundo como una ley inexorable, pero también aseguró la providencia paternal de Dios y la asistencia sobrenatural del Espíritu: cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes (Mt. 10, 19 s.). El Espíritu ejerce su testimonio inspirando y sosteniendo el testimonio de los cristianos, no sólo en los momentos de persecución cruenta, sino también ante las interpelaciones de una cultura anticristiana, cuando arrecia la presión moral y se hace sentir contra los fieles la indiferencia o la descalificación, cuando la propaganda del error y del mal se torna invasiva, universal. Entonces, más que nunca, los fieles deben apelar al Paráclito buscando en él sabiduría, convicción, coraje.

La celebración de hoy se refiere al acontecimiento histórico de Pentecostés, lo recuerda y actualiza; refleja también la experiencia viva que la Iglesia ha tenido y tiene del Espíritu. Las palabras con las que el Señor prometió la venida del Paráclito cobran todo su sentido y son comprendidas en profundidad cuando se las ve cumplidas. En la misa de hoy, antes del Evangelio, se canta una pieza muy bella, un texto que es fruto teológico y estético de la experiencia viva del Espíritu protagonizada por generaciones y generaciones de cristianos que constituyen una sola persona mística, el sujeto eclesial que peregrina en la historia.

La secuencia de Pentecostés puede ser leída como una respuesta anticipada, y en contrapunto, a la promesa del don por excelencia del Padre que se escucha en el Evangelio. Al Espíritu Santo se lo llama luz de los corazones, porque los llena de claridad en lo más íntimo; luz beatísima, es decir, dichosa y santa, que irradia y permite ver. Se pide, por eso, un rayo de esa luz. Se alude mediante este símbolo bíblico y litúrgico al Espíritu como maestro interior que confiere ojos a nuestra fe y la encamina a la contemplación. Es también unción espiritual que suaviza, alivia y consuela; lo hace con su presencia silenciosa como dulce huésped del alma. En otro registro simbólico aparece como la fuente de agua viva que brota del costado abierto del Salvador: de su seno –se dice misteriosamente en el Evangelio de Juan- brotarán manantiales de agua viva (Jn. 7, 38); del seno de Jesús, ciertamente, y del seno del creyente, donde se vuelca el manantial para volver a manar. Porque es fuente viva, agua medicinal, inmaculada, el Espíritu lava, riega y sana, todos hemos bebido de él (cf. 1 Cor. 12, 13). Pero también es fuego; con esa imagen se manifestó en su primera efusión pentecostal: lenguas de fuego que descendieron sobre cada uno de los discípulos (cf. Hech. 2, 3). Como fuego espiritual templa y purifica: doblega la dureza y el rigor, rompe la frialdad con su calor, endereza los desvíos.

Otros dos nombres recibe el Espíritu en este texto que subrayan su bondadosa generosidad: Padre de los pobres, Dador de dones. Se hace expresa mención del organismo septenario de sus dones, que perfeccionan las virtudes del cristiano para que produzcan los actos más perfectos. Son éstos los frutos del Espíritu Santo, que menciona San Pablo en su Carta a los Gálatas: amor, alegría, paz, magnanimidad, afabilidad, bondad, confianza, mansedumbre y temperancia (Gál. 5, 22). El Espíritu es el agente principal de la santificación del cristiano; es él quien lo impulsa hacia la perfección del amor, en lo cual consiste la santidad. De las virtudes potenciadas por el influjo intenso de los dones proceden las bienaventuranzas del Evangelio –la primera de las cuales es la pobreza de espíritu por la que se posee el Reino-; ellas son como la cima de la vida cristiana, preparación y a la vez comienzo misterioso de la felicidad eterna. Al rezar la secuencia de Pentecostés la Iglesia pide al Padre de los pobres y Dador de dones que premie nuestra virtud, que nos conceda la salvación y nos dé la eterna alegría.

La experiencia que la Iglesia tiene de la acción del Espíritu se hace patente en el itinerario de los santos y se refleja en la descripción que de ese camino nos ofrecen los maestros espirituales. La vida cristiana es vida en el Espíritu; su desarrollo normal requiere un influjo creciente del mismo Espíritu, que se verifica según la medida de la dócil cooperación de cada uno. Esta cooperación implica una conciencia cada vez más alerta de la presencia y acción del dulce huésped del alma y un empeño decidido en secundarla; así se va creciendo y madurando hasta quedar totalmente bajo el régimen del Espíritu, actuando y obrando como “actuados” y “obrados” por él. Los santos llegan a tal grado de transformación que las más de las veces no proceden según su mero arbitrio, sino bajo la altísima moción y conducción del Espíritu, a la que se pliegan con total y fruitiva libertad. Ese estado es el que se indica como meta posible para todos los cristianos cuando se afirma la vocación universal a la santidad. Los primeros cristianos se llamaban santos, en cuanto consagrados por el Espíritu Santo; es el mismo Espíritu quien puede y desea llevar a plenitud esa consagración. A él, a su clemencia, a su guía paciente e infalible debemos encomendarnos; a él debemos pedirle una gracia de atención que nos despierte de nuestro letargo, de nuestra distracción, pedirle que nos conceda el fervor de la devoción y un vivo, encendido, deseo de Dios. Pedirlo siempre, porque Pentecostés, como la Pascua, como la Navidad, se renueva todos los días.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata
Tomado de AICA

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