lunes, 29 de junio de 2009

La voz de un auténtico Pastor (5)



Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata en la fiesta del Inmaculado corazón de María, en la iglesia del seminario en la Institución de lectores y acólitos (20 de junio de 2009)

EL CORAZON DE MARIA Y EL SERVICIO DE LA PALABRA Y DE LA EUCARISTIA


La celebración litúrgica del Inmaculado Corazón de María tiene su origen en el siglo XVII, como uno de los frutos de la renovación espiritual que se verificó, en ese período, en la Iglesia y en la sociedad francesa. Los historiadores identifican una escuela francesa de espiritualidad, cuyo primer representante, y el más eximio, es el cardenal Pierre de Bérulle. Él y sus discípulos Condren, Olier y San Juan Eudes centran la contemplación teológica en el Verbo encarnado; en su humanidad santísima adoran al servidor perfecto, al verdadero “religioso de Dios”, al perfecto adorador del Padre. Como maestros y educadores de la fe, invitan a los fieles a contemplar con amor los misterios de la vida de Jesús y a unirse a estos misterios con íntimos deseos de comunión para reproducir de algún modo las acciones interiores y espirituales de Jesús en el trato con Dios su Padre. La vida cristiana es vida en Cristo; mejor dicho, es la vida de Jesús en nosotros. La súplica por excelencia, que retoma el maranatha de los primeros cristianos, es una invocación, un clamor, para que Jesús venga y viva en nosotros como vive en María. Así queda transformada totalmente la existencia. San Juan Eudes escribió: Vean ustedes lo que es la vida cristiana: una continuación y un cumplimiento de la vida de Jesús; todas nuestras acciones deben ser una continuación de las acciones de Jesús; nosotros debemos ser como otros tantos Jesús en la tierra, para continuar su vida y sus obras.


En esta tradición espiritual María es considerada como la primera cristiana, la más perfecta, porque vive en Jesús, por Jesús y para Jesús; la oración se dirige entonces a Jesús que vive en María. Cito otra vez a San Juan Eudes: Jesús de tal modo vive y reina en María que es el alma de su alma, el espíritu de su espíritu, el corazón de su corazón; de suerte que bien se puede decir que el corazón de María es Jesús. Éste es el ámbito espiritual, teológico y pastoral en que nace el culto litúrgico del Corazón de María. En la Escuela francesa la liturgia tenía una importancia capital; era considerada el lugar de la adoración y, en cuanto oración de la Iglesia unida a la oración de Jesús, el gran medio de formación del cristiano. San Juan Eudes compuso un Oficio del Corazón de María y comenzó a celebrarlo en su comunidad; muy pronto se difundió entre los conventos, los monasterios y las cofradías de laicos que el santo establecía con ocasión de las misiones que predicaba. Años más tarde, animado por el éxito anterior, compuso también un Oficio del Corazón de Jesús que fue aprobado y comenzó a usarse en 1672. San Pío X en la bula de canonización considera a San Juan Eudes el padre, doctor y apóstol del culto litúrgico de los sagrados corazones de Jesús y María. A comienzos del siglo XIX, el Papa Pío VII reconoció oficialmente la fiesta del Inmaculado Corazón de María y Pío XII la instituyó como obligatoria para toda la Iglesia; se la celebraba el 22 de agosto, octava de la Asunción. En la liturgia actual, por su ubicación en el calendario, la memoria del Inmaculado Corazón de María aparece como un eco dulcísimo de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.



El corazón designa, según la antropología bíblica, el centro íntimo de nuestra personalidad; es la sede y la fuente no sólo de las emociones y afectos, sino sobre todo de los pensamientos y decisiones, de la sabiduría y de la libertad. El de María es un corazón humano, femenino, pero cuyas dimensiones escapan a las reglas de una vulgar psicología. Por su unión estrechísima con el Corazón de Cristo, el de su Madre participa de la anchura y la longitud, la altura y la profundidad (cf. Ef. 3, 18). En ese Corazón materno se da una presencia única del misterio de Cristo; dos veces, refiriéndose a los acontecimientos salvíficos de la infancia de Jesús, anota San Lucas que María conservaba estas cosas y las meditaba en su Corazón (Lc. 2, 19.51). Nosotros adoramos lo que María atesora en su Corazón, y vivimos de ello. La experiencia de María señala un camino de asimilación de las dimensiones del Corazón de Cristo. Así leemos hoy en la liturgia de las horas: María iba reflexionando sobre todas las cosas que había conocido leyendo, escuchando, mirando, y de este modo su fe iba en aumento constante, sus méritos crecían, su sabiduría se hacía más clara y su caridad era cada vez más ardiente. Su conocimiento y penetración, siempre renovados, de los misterios celestiales la llenaban de alegría, la hacían gozar de la fecundidad del Espíritu, la atraían hacia Dios y la hacían perseverar en su propia humildad. Porque en esto consisten los progresos de la gracia divina, en elevar desde lo más humilde hasta lo más excelso y en ir transformando de resplandor en resplandor. Son éstas palabras de San Lorenzo Justiniano, que culminan en una exhortación: imítala tú, alma fiel.


Al Corazón de María se lo llama inmaculado. La expresión se refiere obviamente a la pureza virginal, pero no sólo ni ante todo a ella, sino más bien al ser inmaculado de María, exenta de pecado. A la casta integridad de todo su ser, anticipadamente rescatado por la gracia de la redención para crear en ella el nuevo paraíso. La integridad del ser mariano declara abolida aquella tremenda constatación del profeta: nada más tortuoso que el corazón humano, y no tiene arreglo: ¿quién puede penetrarlo? (Jer. 17, 9). El Corazón inmaculado de María es transparencia, rectitud, simplicidad, dotes éstas de una personalidad, de una vida radicalmente dirigida a Dios. A esta integridad de su ser responde la fe de María, que inspira su fiat; puede hablarse, por tanto, de la virginidad de su fe. Por la gracia del bautismo, y en virtud del dinamismo espiritual de nuestra fe, nosotros aspiramos a configurarnos plenamente a la forma modélica del ser cristiano simbolizado en el Inmaculado Corazón de nuestra Señora. Esa es nuestra meta. Dios es poderoso para preservarnos de toda caída y para hacernos comparecer ante su gloria inmaculados y exultantes (cf. Jud. 24).


El Corazón de María representa el centro más íntimo de su ser en la relación con la Palabra de Dios, que es Cristo, y con su Cuerpo y Sangre. Ella ofreció su cuerpo y su sangre para la encarnación de la Palabra. Como afirma la tradición de los Padres de la Iglesia, concibió antes en su espíritu, en su Corazón Inmaculado, al recibir con fe la Palabra de Dios, para poder concebirla virginalmente en su seno; concibió la carne de Cristo por medio de la fe. Ella es la gran servidora de la Palabra y del Cuerpo y Sangre del Señor; en cuanto tal es imagen y madre de la Iglesia, y patrona de los ministros de la Palabra y de la Eucaristía.


Voy a instituir ahora lectores y acólitos, que participarán del ministerio de la Iglesia. El Pontifical Romano explica que se trata, en ambos casos, de funciones subsidiarias: son instituidos para ayudar en el ministerio del Evangelio y de la Eucaristía; estarán respectivamente al servicio de la fe que se nutre de la Palabra de Dios y al servicio del altar donde se consuma el sacrificio del Señor y se comparte el banquete eucarístico. A los lectores se les encomienda meditar asiduamente la Palabra divina, asimilar su enseñanza y anunciarla con fidelidad. Se pide a los acólitos que al ejercitar su ministerio de secundar a los presbíteros y diáconos en las celebraciones litúrgicas y al distribuir la sagrada comunión procuren recibir el sentido espiritual y profundo de las cosas.


Quiero subrayar que el lectorado y el acolitado son ministerios litúrgicos que se insertan en la estructura apostólica de la Iglesia; para quienes aspiran a la ordenación sacerdotal constituyen un esbozo del futuro ministerio y un entrenamiento para su ejercicio. San Pablo, refiriéndose a su propio ministerio lo identifica como un oficio sagrado y se llama a sí mismo liturgo de Jesucristo (Rom. 15, 16). Esa liturgia apostólica tiene su inicio en la predicación del Evangelio, que convoca y congrega al pueblo de Dios, y su fin en la Eucaristía, en la que se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el sacrificio de Cristo. El Concilio Vaticano II expuso en virtud de estos principios la naturaleza del ministerio presbiteral (cf. Presbyterorum ordinis, 2).


La liturgia, como enseña el mismo Concilio, no agota toda la actividad de la Iglesia, pero es la cumbre hacia la cual tiende y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza (Sacrosanctum Concilium, 9.10). Esta importancia, esta centralidad, no siempre se reflejan en la organización pastoral, en el tiempo y la preparación que se dedican a las celebraciones sagradas en las que se actualiza y ejerce el misterio de la redención, en el estudio y consideración de los sacerdotes, en el aprecio del pueblo cristiano. Benedicto XVI ha señalado recientemente que la Iglesia no es una ONG, un centro de beneficiencia: es preciso, pues, recentrar como corresponde la misión eclesial en el mundo de hoy, y para que la comprensión de esa misión no se extravíe, hace falta volver incesantemente a las fuentes de la fe. La centralidad de la liturgia, su eficacia salvífica y pedagógica, son una expresión de la primacía de la gracia, principio fundamental de una sana y católica orientación pastoral.


La forma que la liturgia ha asumido, forjada por una venerable tradición, no se puede disociar del contenido sin ponerlo en riesgo, sin someter a la ambigüedad la regla de la fe, sin menoscabar el valor formativo del culto y su influjo en la cultura del pueblo. La liturgia es la matriz en la que se plasma la mente cristiana. En las últimas décadas ha ocurrido un lamentable deslizamiento de las formas litúrgicas en el rito romano; quizá lo peor ha sido el daño infligido a la belleza, que es el rostro visible del misterio. En su caída, la belleza ha arrastrado consigo la dimensión contemplativa de la liturgia. Las causas de este fenómeno son múltiples: pérdida del sentido de lo sacro, ignorancia histórica y teológica, populismo, desprecio y abandono del latín y del canto gregoriano –en contra de la decisión conciliar de mantenerlo–, una concepción errada de la inculturación y de la participación activa de los fieles. En la Argentina se suma a estos factores negativos una generalizada decadencia de la cultura nacional; la Iglesia no ha hecho gran cosa por frenarla; hasta podrían acusarnos de habernos plegado a ella. Por todas estas razones, la liturgia debe ser señalada nuevamente y con urgencia como una prioridad pastoral. Tenemos al respecto ejemplos notables en la Iglesia platense; para citar un solo nombre, menciono a Monseñor Enrique Rau, que fue pionero de la pastoral obrera y a la vez de la auténtica renovación litúrgica. Pudo abarcar ambos campos porque fue, sobre todo teólogo, un buen teólogo.


Queridos hijos, que ahora van a ser instituidos lectores y acólitos, cumplan, y no sólo cumplan, vivan con fidelidad y amor sus respectivos ministerios. Vívanlos en comunión íntima con María, de corazón a Corazón con ella, para vivirlos en el Corazón de Cristo, de quien son instituidos servidores. Digo por cada uno de ustedes la preciosa oración de Charles de Condren, dirigida a Jesús que vive en María:


Jesús, que vives en María, ven y vive en tu servidor, por el Espíritu de tu santidad, con la plenitud de tu fuerza, en la perfección de tus caminos, en la comunión con tus misterios; domina a todo poder adverso, por la virtud de tu Espíritu, para la gloria del Padre.

Mons. Héctor Aguer

Arzobispo de La Plata

Tomado de AICA

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