sábado, 30 de mayo de 2009

Domingo de Pentecostés

La Venida del Espíritu Santo

Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido semejante a una fuerte ráfaga de viento que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas según el Espíritu les permitía expresarse.

Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oirse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían “¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos?” ¿Cómo es que cada uno de nosostros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios. (Hch. 2, 1-11)

HIMNO VENI CREATOR SPIRITUS

Veni Creator Spiritus es un himno de la Iglesia que invoca la presencia del Espíritu Santo. El Breviario Romano asigna este himno a las Vísperas (I y II) y a la Tercia de Pentecostés y en toda su octava. La Iglesia también lo canta en funciones solemnes tales como la elección de Papas, la consagración de obispos, la ordenación de sacerdotes, la dedicación de iglesias, la celebración de sínodos o concilios, la coronación de reyes, etc. También se canta en ceremonias más privadas que acompañan la apertura y el cierre del año académico en instituciones de enseñanza.
El himno ha sido atribuido con buenas evidencias a Rabano Mauro (Rabanus Maurus, 780-856), quien fuera abad de Fulda y arzobispo de Maguncia; también a San Ambrosio y a San Gregorio Magno, pero sin evidencia real para una u otra atribución.

El concilio celebrado en Reims en 1049, que presidió el Papa León IX, se cantó al comienzo de la tercera sesión en lugar del antífona ordinaria, “Exaudi nos, Domine”.

Los fieles en gracia de Dios reciben una indulgencia plenaria si lo recitan el primer día del año o el día de Pentecostés.


Veni, Creator Spiritus
mentes tuorum visita
Imple superna gratia
quaetu creasti pectora.

Qui dicerisParaclitus
Altissimi, donum Dei
fons vivus, ignis, caritas,
et spiritalis unctio.

Tu septiformis munere,
digitus, paternae dextere
tu rite promissum Patris,
sermone ditans guttura.

Accende lumen sensibus,
infunde amorem cordibus,
infirma nostri corporis,
virtute firmans perpeti.

Hostem repellas longius,
pacemque dones protinus,
ductore sic te praevio,
vitemus omne noxium.

Per te sciamus da Patrem,
noscamus atque Filium,
teque utriusque Spiritum
credamus omni tempore.

Deo Patri sit gloria,
et Filio qui a mortuis surrexit,
ac Paraclito in saeculorum saecula.

Amen.



Español

Ven Espíritu creador;
visita las almas de tus fieles.
Llena de la divina gracia los corazones
que Tú mismo has creado.

Tú eres nuestro consuelo,
don de Dios altísimo,fuente viva,
fuego, caridady espiritual unción.

Tú derramas sobre nosotros
los siete dones;
Tú el dedo de la mano de Dios,

Tú el prometido del Padre,
pones en nuestros labios
los tesoros de tu palabra.

Enciende con tu luz nuestros sentidos,
infunde tu amor en nuestros corazones
y con tu perpetuo auxilio,
fortalece nuestra frágil carne.

Aleja de nosotros al enemigo,
danos pronto tu paz,
siendo Tú mismo nuestro guía
evitaremos todo lo que es nocivo.

Por Ti conozcamos al Padre
y también al Hijo y que en Ti,
que eres el Espíritu de ambos,
creamos en todo tiempo.

Gloria a Dios Padre
y al Hijo que resucitó de entre los muertos,
y al Espíritu Consolador,
por los siglos de los siglos.

Amén






Secuencia Veni Sancte Spiritus

Veni Sancte Spiritus es un poema originalmente en latín en el cual la Iglesia pide la asistencia del Espíritu Santo.

Recuerda la primera venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles en Pentecostés narrada en el capítulo 2 de los Hechos de los Apóstoles. Se le atribuye al arzobispo de Canterbury Stephen Langton (1160-1228) y al Papa Inocencia III.

Veni Sancte Spiritus es una de las secuencias preservadas luego del Concilio de Trento. También se le llama la secuencia de oro y se canta durante la Misa el Domingo de Pentecostés


Veni Sancte Spiritus
et emitte caelitus
lucis tuae radium.

Veni pater pauperum,
veni dator munerum,
veni lumen cordium.
Consolator optime
Dulcis hospes animae,
dulce refrigerium.
In labore requies
in aestu temperies,
in fletu solatium.

O lux beatissima,
reple cordis intima
tuorum fidelium.

Sine tuo numine
nihil est in homine,
nihil est innoxium.

Lava quod est sordidum,
riga quod est aridum,
sana quod est saucium.

Flecte quod est rigidum,
fove quod est frigidum,
rege quod est devium.

Da tuis fidelibus
in te confidentibus
sacrum septenarium.

Da virtutis meritum,
da salutis exitum,
da perenne gaudium.

Amen. Alleluia.


Español

Ven, Espíritu Santo,
y envía del Cielo
un rayo de tu luz.
Ven, padre de los pobres,
ven, dador de gracias,
ven luz de los corazones.
Consolador magnífico,
dulce huésped del alma,
su dulce refrigerio.

Descanso en la fatiga,
brisa en el estío,
consuelo en el llanto.
¡Oh luz santísima!
llena lo más íntimo
de los corazones de tus fieles.

Sin tu ayuda,
nada hay en el hombre,
nada que sea bueno.

Lava lo que está manchado,
riega lo que está árido,
sana lo que está herido.

Dobla lo que está rígido,
calienta lo que está frío,
endereza lo que está extraviado.
Concede a tus fieles,
que en Ti confían
tus siete sagrados dones.
Dales el mérito de la virtud,
dales el puerto de la salvación,
dales la felicidad eterna.

Amén. Aleluya.








viernes, 29 de mayo de 2009

29 de Mayo: Día del Ejército Argentino

En el Día del Ejército Argentino, el emocionado y ferviente homenaje de MIKAEL a los soldados que como el Teniente Roberto Estevez demostraron ser dignos de vestir su glorioso uniforme y honraron con la ofrenda de su propia vida su juramento de fidelidad a Dios y a la Patria



Cuando el Teniente Estévez desarrollaba el Curso de Comandos en la Escuela de Infantería, durante el año 1982, durante el desarrollo de una exigente ejercitación propia de la especialidad, tuvo un paro cardíaco. El médico que lo atendió, no obstante declararlo muerto, continuó prodigándole los auxilios correspondientes; milagrosamente, reaccionó. En forma inmediata, sufre un segundo paro, del que vuelve a recuperarse. Fue enviado al Hospital en forma inmediata. Todos se quedaron sorprendidos cuando, al día siguiente, se presentó para continuar el curso.

Sin duda, el Señor prevé los mejores destinos para sus mejores hijos.

- "Señor Teniente Coronel, basado en mi propia experiencia, durante la Segunda Guerra Mundial en Italia, estimo que, por el potente fuego de artillería enemiga que se recibe más el cansancio de los soldados, será muy difícil sostener las líneas defensivas. Si Ud. me permite, creo que sería conveniente utilizar la Sección de Tiradores Especiales, del Teniente Roberto Estévez, a la que le reconozco un excelente espíritu para el combate."

El Padre Santiago Mora, Capellán del Regimiento de Infantería 12, le hizo esta proposición al Jefe del Regimiento. El Teniente Estévez se encontraba asignado a esta Unidad. Además del ejercicio pastoral en la Guarnición Darwin-Goose Green, sus recuerdos y experiencias, de veterano de guerra en el Teatro de Operaciones Italia, lo impulsaron a realizar esta proposición, por la gravedad de la situación.

- "Gracias, Padre, lo pensaré; mis asesores también me dieron el mismo consejo; esta Reserva es lo último de que disponemos. "

Después de un rápido análisis con su Plana Mayor, adopta la urgente decisión.

-" Teniente Estévez, como último esfuerzo posible, para evitar la caída de la Posición Darwin-Goose Green, su Sección contraatacará en dirección NO, para aliviar la presión del enemigo sobre la Compañía "A", del Regimiento 12 de Infantería. Tratará de recomponer, a toda costa la primera línea. Sé que la misión que le imparto sobrepasa sus posibilidades, pero no me queda otro camino"


Luego, lo despidió con un fuerte abrazo. La difícil y crítica situación no le permitió agregarle ningún otro tipo de detalle a la orden; además, tratándose de Estévez, eran innecesarios.


-"Soldados, en nuestras capacidades están las posibilidades para ejecutar este esfuerzo final, y tratar de recomponer esta difícil situación. Estoy seguro de que el desempeño de todos será acorde a la calidad humana de cada uno de ustedes y a la preparación militar de que disponen" ...así fue la rápida arenga de Estévez.


Finalmente, todos los integrantes de la fracción, escucharon la mejor y más hermosa orden que puede dar un Jefe: "Seguirme!". Pronto estarían inmersos en el combate.


-"Para la Sección, sobre las fracciones enemigas que se encuentran detrás del montículo, ¡fuego! Artilleros, sobre el lugar, deriva 20 grados, alza 400 metros, ¡fuego! Esté atento Cabo Castro, en dirección a su flanco derecho, puede surgir alguna nueva amenaza..." -diversas órdenes se entrecruzaban en medio del fragor y la ferocidad de la lucha; finalmente, se logra bloquear el avance, y aliviar en parte la presión ejercida por los ingleses.


-Cabo Castro, me hirieron en la pierna, pero no se preocupe, continuaré reglando el tiro de la artillería -gritó, sin titubear, el Teniente Estévez.


-Enfermero, ¡rápido, atienda al Teniente! -ordenó Castro, con un grito.


-Me pegaron de nuevo, esta vez en el hombro. Cabo Castro no abandone el equipo de comunicaciones y continúe dirigiendo el fuego de artillería...-fue su última orden; un certero impacto en la cara, quizás de un tirador especial, lo desplomó sin vida.


- "Soldados, el Teniente está muerto, me hago cargo" - gritó Castro y continuó con la misión ordenada, hasta que fue alcanzado por una ráfaga de proyectiles trazantes, que llegaron a quemar su cuerpo."


-"Camaradas, me hago cargo del mando de la Sección, nadie se mueve de su puesto, economicen la munición, apunten bien a los blancos que aparezcan" -el Soldado Fabricio Carrascul, llevado por el ejemplo heroico de sus Jefes que yacen inermes en el glorioso campo de la guerra, impartió con firmeza su primera orden.


-Los ingleses se repliegan, bien, los hemos detenido y los obligamos a retirarse. ¡Viva la Patria! -gritó con alegría, Carrascul, al ver la maniobra inglesa. En ese momento, un preciso disparo, quizás del mismo tirador especial que eliminó a sus Jefes, le quitó la vida.


Habiendo cumplido con su misión, sin Jefes, agotadas las municiones y transportando sus muertos y heridos, la veterana y gloriosa Primera Sección de Tiradores Especiales se retiró hacia sus posiciones iniciales, habiendo cumplido con la Misión.


El teniente Estévez dejó a sus padres esta conmovedora carta:


Querido papá:

Cuando recibas esta carta yo ya estaré rindiendo mis acciones a Dios Nuestro Señor. Él, que sabe lo que hace, así lo ha dispuesto: que muera en cumplimiento de la misión. Pero fijate vos ¡que misión! ¿Te acordás cuando era chico y hacía planes, diseñaba vehículos y armas, todo destinado a recuperar las islas Malvinas y restaurar en ellas Nuestra Soberanía? Dios, que es un Padre Generoso, ha querido que éste, tu hijo, totalmente carente de méritos, viva esta experiencia única y deje su vida en ofrenda a Nuestra Patria.

Lo único que a todos quiero pedirles es:


1) Que restaures una sincera unidad en la familia bajo la Cruz de Cristo.


2) Que me recuerden con alegría y no que mi evocación sea apertura a la tristeza, y muy importante,


3) Que recen por mi.

Papá, hay cosas que, en un día cualquiera no se dicen entre hombres pero que hoy debo decírtelas. Gracias por tenerte como modelo de bien nacido, gracias por creer en el honor, gracias por tu apellido, gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española, gracias por ser soldado, gracias a Dios por ser como soy y que es el fruto de ese hogar en que vos sos el pilar.


Hasta el reencuentro, si Dios lo permite.


Un fuerte abrazo. Dios y Patria ¡O muerte!

jueves, 28 de mayo de 2009

28-29 de Mayo de 1453 - Caída de Constantinopla


Cuando Constantinopla cayó, se empequeñeció el mundo.

Ruinas de las murallas de Constantinopla


1) Introducción:

Hacia principios de 1453, el Imperio Bizantino estaba tocando a su fin. El emperador Constantino XI era soberano tan solo de una ciudad empobrecida y de unos pocos territorios en el Peloponeso. Constantinopla, la otrora urbe de casi un millón de habitantes, tenía ahora tan solo 50000. Pedro Tafur, un aventurero español que llegó a ella en 1437, escribió al respecto: “Sus habitantes son pocos; no van bien vestidos, sino miserablemente, mostrando la dureza de su suerte... El palacio del emperador ha debido ser magnífico, pero ahora se encuentra en tal estado que, como el resto de la ciudad, revela los males que el pueblo ha sufrido y aún sufre... En el interior, el edificio se conserva mal, excepto el sector de los aposentos del emperador, la emperatriz y sus sirvientes, y aún éstos, se apiñan en estrecho espacio. El boato del basileus sigue siendo magnífico, porque nada se ha suprimido de las antiguas ceremonias, pero bien considerado, es como un obispo sin sede.”

2) Antesala (fragmentos extraídos de la batalla de Nicópolis):

A lo largo de los primeros veinte años del siglo XIV, Occidente empezó a escuchar con mayor insistencia, los ecos de la embestida turca que, abriéndose como una mano desde la muñeca de Bitinia, estaba desbordando rápidamente el dique de contención que había sido el Imperio Bizantino durante tantos siglos.

En 1300, una tribu belicosa comandada por un tal Osmán (Otmán en árabe, de donde proviene otomanos), declaró su independencia de los selyúcidas y empezó a extender su poderío sobre lo que antes había sido el corazón del Imperio de Nicea. En 1331 caía también Nicea; dos años después los bizantinos accedían a pagar tributo a Orján, el sucesor de Osmán, y finalmente, en 1337, se perdía Nicomedia, sobre el umbral casi de Constantinopla. ¡En el lapso de siete años, los bizantinos habían entregado al Islam dos capitales romanas!. Todo un récord en cuestión de decadencia.

Hacia 1340, la guerra civil entre Juan VI Cantacuceno y Juan V, llevó al primero a pedir refuerzos a los turcos otomanos. En 1352 las tropas de Solimán, un hijo de Orján, tomaron la fortaleza de Zimpe. Dos años después ocuparon Gallípolis. Ya nunca más abandonarían esas latitudes de Europa.

Juan V empezó a pedir con mayor insistencia ayuda a Occidente para contener la marejada turca que se le venía encima. En treinta y cinco años, desde su establecimiento en Gallípoli, los otomanos habían sometido los Balcanes orientales hasta el Danubio y se hallaban ya a las puertas de Hungría. Bizancio, Servia, Bulgaria y otros principados menores eran para ese entonces todos vasallos sin excepción y algunos pronto se convertirían en meras provincias del flamante Imperio Otomano.

En 1451, Mahomet II (Mehmed II el Conquistador), decidió que era hora de poner fin a lo que restaba del Imperio Romano. No deseaba otra expedición occidental como la que su padre, Murad, había aplastado en Varna, en 1444, así que en 1452 empezó a planear la manera de capturar la advenediza ciudad.

Las razones del incontenible ascenso de los otomanos fueron muchas. Por un lado, la debilidad de los bizantinos, enfrascados en luchas fratricidas desde los días de la Cuarta Cruzada, aquejados por una visita desoladora de la peste bubónica en 1348, separados por un cisma religioso entre hesicastas y barlaamistas, acometidos por un proceso irreversible de feudalización, avasallados por las ambiciosas repúblicas marítimas de Génova, Pisa y Venecia y gobernados por soberanos ineptos (a excepción de unos pocos). Por otro lado, la intermitente estrella de búlgaros y servios, que nunca se acababa de encender, como consecuencia también de problemas comunes a los bizantinos (peste negra, feudalización, guerras civiles, etc.). Y finalmente, una Anatolia ya casi enteramente musulmana, con principados turcos en proceso de descomposición (karamánidas y selyúcidas) y un Imperio de Trebisonda insignificante, plegado tanto a turcos como a mongoles.

3) Relación de fuerzas hacia 1453:

Bizantinos

Emperador: Constantino XI Paleólogo (1448-1453), 48 años, alto, esbelto y de porte militar.

Tropas: 5000 bizantinos y 2000 extranjeros,
Genoveses en su mayoría.

Artillería: Unas pocas piezas, de pequeño calibre.

Flota: Entre 20 y 30 barcos de guerra.

Defensas: Magníficas pero muy viejas. Constantinopla tiene la forma de un triángulo: dos de sus lados dan al mar y el restante une por tierra el Propóntide con el Cuerno de Oro. En la sección terrestre se componen de una triple barrera: 1º) un foso de 18 metros de ancho por 7 de profundidad, reforzado por una pared fuerte pero baja; 2º) un muro de 8 metros de altura y 3º) una muralla de 13 metros de altura y 4 de espesor, con 96 torres, algunas de 18 metros. Todas las fortificaciones datan de la época del emperador Teodosio (Siglo IV de nuestra era), excepto las murallas de León V y Manuel I Comneno.

Imperio: La ciudad de Constantinopla y el Despotado de Mistra



Turcos Otomanos

Sultán: Mehmed II el Conquistador (1451-1481), 20 años de edad, enérgico.
Tropas: 100000 bashi-bazouks (soldados irregulares o saqueadores
oportunistas)
50.000/80.0000 soldados de línea. 12000 jenízaros.

Artillería: piezas de bronce, de 7-8 metros de longitud, que arrojan balas de granito de 550 kilos de peso a una distancia de 2 kilómetros.

Flota: flamante escuadra de 50 navíos de gran calado y 350 naves menores (incluidos transportes).

Defensas: El sultán ha mandado a construir Rumeli Hisar, “el estrangulador del Estrecho”. Se trata de una espléndida fortaleza ubicada a 8 kilómetros de los muros de Constantinopla, en el lado europeo. Del otro lado del Bósforo, donde el estrecho mide 800 metros de ancho, se halla la sección asiática del complejo. Los muros protegen los accesos marítimos de la capital bizantina, de modo que la ciudad ha quedado aislada por tierra y agua.

Imperio: Anatolia occidental, Norte de Grecia, Tracia, Bulgaria y parte de Servia y Albania.





Sultán Mehemet II

4) El Estrangulador del Estrecho:

El 15 de abril de 1452, Mehmed II puso manos a la obra. 1000 maestros albañiles y entre 2000 y 2500 ayudantes fueron convocados por el sultán para erigir Rumeli Hisar. Unos meses antes, la misma plantilla de obreros había levantado la sección asiática del complejo, con el cual Mehmed pretendía estrangular a la capital imperial. Todos los habitantes de Constantinopla, emperador incluido, guiados por la curiosidad, se agolparon en la sección norte de las murallas para mirar el espectáculo. Las iglesias y monasterios extramuros fueron demolidos por los turcos para suministrar materiales de construcción.

El 30 de junio, Constantino XI decidió mover la primera pieza en ese gran tablero de ajedrez que tenía como escenario a la segunda Roma. Se reunió con su Consejo militar, y entre todos resolvieron enviar una embajada para entrevistarse con el sultán otomano. Simultáneamente despacharon víveres a los constructores de la fortaleza, como un gesto de buena voluntad hacia el Gran Turco.

Durante los días siguientes, los caballos de los sipahis pisotearon los huertos de los campesinos cristianos, como parte de un premeditado acto de provocación a los defensores. Todos los aldeanos que se quejaron fueron muertos sin excepción.

Impotentes, los embajadores bizantinos manifestaron su descontento al sultán, pero éste les contestó secamente: “hago lo que me viene en gana”. Y no se quedó allí: “mandaré a decapitar a cuanto embajador envíe vuestro Señor después de ustedes”, agregó.

Hacia mediados de julio, Constantino XI decidió probar suerte una vez más. Comisionó a un par de infelices para tratar de convencer a Mehmed a deponer su actitud. En el campamento base de los turcos, el sultán les escuchó serenamente; no hizo ni un gesto ni se inmutó cuando los diplomáticos bizantinos apelaron a los últimos tratados celebrados, con el mayor tacto y deferencia posibles. Cuando terminaron de hablar, Mehmed solamente hizo un movimiento con la cabeza. Sus verdugos se acercaron, tomaron a los desprevenidos griegos por los brazos, les invitaron a reclinarse y les degollaron de un golpe de alfanje.

El 31 de agosto, cuatro meses y medio después, Rumeli Hisar o “el estrangulador del Estrecho”, era estrenada por una flamante guarnición otomana. Entretanto, en Constantinopla, toda la población, se dedicaba a reunir materiales para el inminente asedio: espadas, flechas, cuadrillos, ballestas, piedras y los ingredientes secretos del famoso “fuego griego”, un líquido inflamable que ardía inclusive en el agua y quemaba horriblemente. Tan efectivo era, que se lo venía empleando desde los primeros asedios árabes a la ciudad.

A comienzos del otoño, Mehmed mandó a buscar su artillería a la capital, Adrinópolis (hoy Edirne). Decenas de yuntas de bueyes, no se sabe exactamente cuántas, arrastraron las pesadas piezas desde el corazón de Tracia hasta Rumeli Hisar.

El 30 de septiembre, los turcos estrenaron con éxito el cañón más grande del mundo. Una colosal pieza de bronce de unos ocho metros de largo, que pesaba quince toneladas y podía arrojar balas de granito de unos 550 kilos de peso.

Algunas fuentes señalan que se emplearon más de dos meses, 30 carros atados entre sí y 60 bueyes para traerla desde Adrinópolis (cientos de hombres iban alisando el camino para evitar que se volcara). El sultán quedó tan encantado con los ensayos, que ordenó al ingeniero húngaro que lo diseñó, un tal Urban, construir uno del doble del tamaño (se dice que Urban primero ofreció sus servicios al emperador, pero los empobrecidos griegos no pudieron satisfacer sus pretensiones económicas).

Para los bizantinos no todo fue malo durante ese último semestre de 1452. Hacia finales de octubre recibieron con alborozo la llegada de una pequeña flotilla procedente de Occidente. Desde sus bodegas descendieron unos 200 arqueros napolitanos, enviados por el Papa Nicolás V. Pero el semblante de los espectadores mudo rápidamente cuando, al final, desembarcaron el cardenal Isidoro, legado papal, y Leonardo, un arzobispo genovés procedente de la cercana Quíos. La gente los miró con frialdad y algunos hasta les lanzaron maldiciones: sabían que los latinos venían a imponer la unión de las Iglesias.




Hagia Sophia

5) “Mas vale turbante de sultán que capelo de cardenal”:

El asunto de la unión forzosa con la Iglesia de Roma era una decisión tomada para Constantino, como medida extrema para salvar la capital. Pero nunca llegó a ser un hecho consumado. Se había suscitado una nueva controversia, de esas que hoy llamamos discusiones bizantinas, cuando el 20 de noviembre un evento devolvió a los griegos a la realidad. Ese día, un barco veneciano, desobedeciendo las órdenes del comandante de Rumeli Hisar, se negó a detenerse en los embarcaderos de la fortificación. Los turcos apuntaron hacia él sus cañones y lo hundieron sin ninguna consideración. Los sobrevivientes fueron apresados junto con el capitán. Éste fue clavado en una estaca y 30 de los tripulantes degollados a modo de escarmiento.

El 12 de diciembre, en Santa Sofía, los desmoralizados habitantes de Constantinopla debieron asistir a una nueva humillación. Cuando concurrieron a la gran basílica a escuchar la misa, se encontraron con la sorpresa de que el idioma griego había sido reemplazado en los oficios por el latín. Nadie mejor que el gran duque Notarás, la máxima figura después del emperador, para manifestar el estado de ánimo de los bizantinos. Sus palabras fueron mas o menos las siguientes: “Sería preferible el turbante del sultán al capelo de un cardenal o la tiara del papa”.


6) Giovanni Giustiniani Longo, el gran capitán:

Hacia principios de 1453, nadie en Constantinopla dudaba ya de las intenciones de Mehmed II. Solo restaba saber el cuándo, que ni siquiera Jalil Pachá, primer ministro otomano, conocía.

Constantino XI había aguardado durante todo un año la llegada de ayuda occidental. Pero su espera había sido en vano. Venecia, pese a que había perdido una embarcación ante los cañones turcos, estaba haciendo jugosos negocios en los puertos otomanos y no deseaba verse involucrada en una guerra onerosa e incierta. Su competidora, Génova, con una colonia propia en Pera, al este del Cuerno de Oro, e importantes factorías en Crimea, asumió la misma postura. Francia e Inglaterra estaban exhaustas tras la guerra de los cien años y no querían saber nada de un nuevo frente de combate.

Pero el 31 de enero, los bizantinos tuvieron aún motivos para festejar. Y no era para menos. Había llegado Giovanni Giustiniani Longo, un especialista en asedios, genovés de nacimiento, cuya fama era tal que hasta los propios venecianos accedieron a ponerse bajo su mando. Constantino XI le agradeció su presencia hasta las lágrimas y le designó comandante en jefe.

Junto con el gran capitán, arribó un destacamento completo de 700 soldados. Lentamente, el número de defensores iba creciendo, pero aún no era suficiente para cubrir casi 22 kilómetros de murallas y 96 torres, algunas de las cuales llegaban a medir casi 18 metros de altura.
Durante febrero, el sultán se contentó con disparar sus cañones frente a la guarnición, mas que nada para atemorizarla. El 28, unos 700 marineros venecianos, intimidados por la artillería turca, levaron anclas durante la noche y partieron silenciosamente hacia un lugar seguro. Los bizantinos reaccionaron con estupor y desprecio. Esos italianos de la República de San Marcos les tenían acostumbrados a ello. Avergonzado, el comandante veneciano, Gabriel Trevisano, juró solemnemente que las tripulaciones de sus seis navíos permanecerían en sus puestos hasta el final. “Si es necesario morirán por el honor de Dios y de toda la Cristiandad”, dijo.

Giovanni Giustiniani Longo

7) “Quiero que me obsequies la Manzana Escarlata”:
A finales de Marzo, Mehmed II finalmente se decidió.
- ¡Quiero que me hagáis un regalo –le dijo a Jalil Pachá–

Quiero la Manzana Escarlata (Constantinopla) de obsequio.
El primer ministro se encogió de hombros, sorprendido, aturdido.
- Vuestros deseos son órdenes –respondió.

El 28 de Marzo la armada turca, compuesta de 50 naves de gran porte y de unas 350 embarcaciones más pequeñas, inundó el mar de Mármara. Para los bizantinos, que hasta entonces nunca habían visto una escuadra otomana, la decepción y el asombro llegaron a su punto más álgido. Desesperado, el emperador ordenó censar a la población para conocer cuántos griegos estaban dispuestos a pelear y morir como los “antiguos romanos”. Pero los resultados fueron decepcionantes: de una población de tan solo 50000 almas, la encuesta arrojó que había únicamente 4983 hombres aptos para el combate, sin contar a los extranjeros.

El 1º de abril, domingo de Pascuas, la población acudió una vez más a oír la misa. Más en esta ocasión se tomó el trabajo de caminar toda la ciudad en busca de templos donde los oficios se dijeran en griego. En Santa Sofía, la liturgia siguió el ritual latino, pero había más estorninos dentro que feligreses bizantinos.

Al día siguiente, entre 70000 y 100000 soldados irregulares, los bashi-bazouks, empedernidos saqueadores, se plantaron frente a las murallas terrestres, entre tiendas puntiagudas y miles de estandartes verdes. Tras ellos, llegaron unos 50000 soldados de línea (80000 según otras fuentes) y finalmente el sultán y su selecto cuerpo de 12000 jenízaros. Comenzaba uno de los asedios más dramáticos que hayan registrado las crónicas del medioevo.



La caída de Constantinopla


8) La batalla:


Llevó tres días completos a los turcos cercar la legendaria ciudad, desde Blaquernas, en el Norte, hasta la Puerta Dorada, en el Sur, el mismo lapso de tiempo que los bizantinos emplearon para destruir los puentes sobre los fosos y cerrar el paso al Cuerno de Oro con una enorme cadena.


El sultán en persona mandó a levantar su tienda roja a una distancia de 500 metros de la puerta de San Romano (hoy Topkapi o puerta del Cañón), una de las secciones más débiles de las fortificaciones, ubicada al sur de Lykos. Al anochecer del 5 de abril, envió un heraldo a la ciudad con un mensaje que Constantino XI leyó con aprensión. Decía a grandes rasgos: “Rendíos inmediatamente y la ciudad será ocupada sin derramamiento de sangre, en cuyo caso se respetarán la vida y las propiedades de los habitantes. Rechazad mi proposición y todos seréis pasados a cuchillo hasta el último hombre”. La respuesta del emperador fue digna de los antiguos romanos: “Dios me ha confiado la defensa de la fe cristiana, del imperio y de la ciudad. El honor me impide rendirme”. Contrariado, el sultán se desquitó cañoneando la ciudad durante el alba del 6 de abril.


Consciente de que la puerta de San Romano era el sector adonde Mehmed se jugaría el resultado de la batalla, Constantino XI resolvió establecer su cuartel general en sus inmediaciones. El gran capitán genovés, Giustiniani, le imitó de buen grado. Estando allí establecidos, pudieron observar cómo, con siete u ocho certeros disparos, los grandes cañones turcos derribaban enormes trozos de mampostería. Algunas de las gigantescas torres, alcanzadas de lleno por los proyectiles de media tonelada de peso, empezaron a agrietarse. Pero lo más desalentador para los defensores fue ver los progresos que los otomanos hacían al abrigo de semejante fuego. El foso de 18 metros de ancho por 7-10 metros de profundidad, la primera línea defensiva, era rellenado sin que los pequeños cañones griegos pudieran impedirlo. Durante la noche, sin embargo, la guarnición bizantina reparó las averiadas murallas con una celeridad increíble. Emplearon con ese fin barriles de tierra, cajas, árboles y hasta pacas de algodón y lana. Alguien, entre los defensores, advirtió que con esos materiales podían amortiguar los efectos de la balacera. Y estaba en lo cierto.


Algo decepcionado por los magros resultados y sorprendido por la resolución de los bizantinos, Mehmed resolvió suspender el ataque con cañones, esperando la llegada de nuevas piezas procedentes de Edirne, donde el húngaro Urban no daba abasto con la fragua. Los defensores celebraron con júbilo y un enfervorizado griterío se elevó desde las almenas y parapetos de la ciudad, no así la guarnición de dos castillos extramuros. El sultán derribó sus muros a cañonazos y exterminó a todos, excepto a 76 soldados que fueron empalados a la sombra de las murallas, para mostrar a los bizantinos la suerte que les esperaba.


Hacia el 19 de abril, la lucha se había generalizado a lo largo de la muralla terrestre, adonde se hallaban las seis grandes puertas que permitían el acceso desde el Oeste: Adrinópolis (Edirnekapi), San Romano (Topkapi), Rhesiu (Mevlanakapi), Pege (Silivrikapi), Xylokerkos (Belgratkapi) y la Puerta de Oro (Yedikulekapi). Por su puesto que había decenas de puertas y poternas menores, pero el emperador las había mandado a tapiar, considerando que eran demasiadas. Solamente accedió a dejar algunas pequeñas poternas trabadas, para acometer a los sitiadores, sobre todo durante la noche. Una de ellas, la Puerta del Circo o Kerkaporta, sería luego tristemente recordada por los sucesos que tendrían lugar el 29 de mayo, hacia el final de la lucha.


¡450 metros!. Todos los cañones turcos habían estado machacando durante los últimos siete días el muro más bajo, de unos 8 metros de altura, que constituía la segunda línea defensiva de la ciudad. Y 450 metros se habían venido abajo. Los sitiados, apoyados por no combatientes, acarreaban frenéticamente cajas con tierra, tablas y barriles para emparchar los huecos. Pero todo cuanto hacían inmediatamente Mehmed lo volvía a destruir con la potencia de su artillería. A los bizantinos la última esperanza que les quedaba era la tercera muralla, de unos trece metros de altura y cuatro de espesor, protegida por enormes torres de planta cuadrangular, algunas, y octogonal, otras. Estaban invictas desde la fundación de la ciudad, excepción hecha de aquella vergonzosa cruzada que había dirigido un veneciano, doscientos cincuenta años atrás.


El 20 de abril, el escenario bélico se mudó repentinamente al Mar de Mármara. Los centinelas turcos de Rumeli Hisar divisaron una pequeña formación de cuatro enormes galeras cristianas y dieron la voz de alerta. El almirante otomano las persiguió con cien embarcaciones menores, pero a último momento, el viento le jugó una mala pasada y lo dejó con las manos vacías. La flotilla cristiana pudo entrar al Cuerno de Oro y protegerse en el Petrion. Disgustado, el sultán mandó a azotar a su almirante con una varilla de hierro, a la vista de todos. Sería el último error que castigaría de esa manera. El próximo tendría como reprimenda la muerte, sin importar rangos ni jerarquías.

Constantino XI recibió a los recién llegados personalmente y les agradeció sinceramente por su valentía. Pero los capitanes de las naves le dejaron helado cuando él les preguntó acerca de los auxilios que vendrían de Occidente. “El Papa ha costeado diez galeras que puso bajo el mando del rey español de Nápoles, Alfonso V, pero éste se las guardó especulando con ser el próximo emperador de Constantinopla”, dijeron los marineros.


9) Cuando los barcos navegan también en tierra:

Mehmed, aturdido por la osadía de la escuadra cristiana, no se dejó sin embargo amedrentar. Por el contrario, apostó todas sus fichas a un ingenioso plan que había ideado desde los primeros momentos del asedio. Ordenó levantar un enorme malecón, valle arriba, que ascendía desde las orillas del Bósforo, sobre las colinas de Pera. A lo largo de 15 kilómetros revestidos con tablas y salvando un collado de 75 metros de altura, los turcos emplearon plataformas rodantes o bastidores para introducir unos setenta navíos de mediano calado en el Cuerno de Oro. Con ello consiguieron burlar la pesada cadena que, tendida entre Gálata y la torre de San Eugenio, impedía el acceso al estrecho. Fue una obra maestra de la ingeniería, que dejó boquiabiertos a los bizantinos. Ver embarcaciones “navegando” sobre tierra no era una cuestión de todos los días. Pero lo peor fue que otro tramo de 16 kilómetros de murallas exigía la atención de los defensores. ¡Y ya antes de que ello sucediera eran tan pocos, que la pérdida de un defensor se lloraba como la muerte de un hijo!


Constantino XI advirtió, no obstante, que los 70 navíos turcos no eran un oponente serio para sus 26 galeras de guerra. Estaba a punto de enviarlas a la lucha, cuando descubrió que los otomanos también habían desplazado cañones a la zona, para defender el perímetro. Hubo que resignarse a un segundo frente de batalla. Entretanto, la colonia genovesa de Pera, una fuente permanente de información sobre los movimientos turcos, había quedado completamente rodeada.


10) Los últimos treinta días del Imperio Romano:


El 4 de mayo, el Consejo solicitó al emperador que huyera hacia Europa, al cobijo de la noche. En su opinión, sería más provechosa su presencia en las cortes occidentales a los fines de obtener ayuda. Pero Constantino XI fue tajante: “Bien sabéis lo que está a punto de ocurrir. ¿Cómo abandonar las iglesias y a los sacerdotes del Señor? ¿Cómo dejar este trono y a mi pueblo? ¡Jamás saldré de aquí! Estoy dispuesto a morir con vosotros”.


Afuera, los cañones del sultán disparaban sin cesar y en la ciudad, la escasez de víveres empezaba a poner en evidencia las miserias humanas en tales circunstancias: se había formado un mercado negro donde los adinerados podían adquirir los que otros no. Tal vez para paliar la necesidad de vituallas pero principalmente para averiguar algo acerca de la tan esperada ayuda veneciana, Constantino XI comisionó a algunas de sus naves para partir durante la noche en busca de los italianos. Al abrigo de la oscuridad, las galeras abandonaron los muelles y pusieron rumbo al Egeo, sin que los turcos, fondeados en Diplolkionion, pudieran alcanzarlas.


Para el sábado 19 de mayo, los ingenieros de Mehmed habían trabajado con los carpinteros y sus ayudantes dos días con sus dos noches completas, casi sin dormir. Nadie quería ser objeto de la ira del sultán, como sucediera con el almirante de la flota, así que no hubo ninguna queja por las rudas jornadas de labor. Pero en la mañana de ese día, el fruto de su esfuerzo estuvo listo. Una colosal torre rodante, con troneras para los arqueros y ballesteros y plataformas voladas para saltar a las murallas emergió desde el campamento turco y fue lentamente acercada a la puerta de San Romano, guardada por el emperador en persona. La torre era inclusive más alta que las murallas y desde su cima, los turcos pudieron combatir efectivamente a los bizantinos, que se movían frenéticamente más abajo. Pero durante el anochecer, los defensores prendieron fuego al “juguete” de Mehmed y hasta lograron inclusive reparar la gran puerta. Con las primeras luces del nuevo día, la sorpresa del sultán quedó registrada en sus palabras: “¡aunque me lo hubieran jurado 37000 profetas, jamás hubiera creído a los cristianos hacer tanto en tan poco tiempo!”.


Al día siguiente, Mehmed respondió la osadía de los bizantinos con ataques en pequeña y en gran escala. En una de esas arremetidas, un alférez turco, ondeando un impecable estandarte verde, consiguió llegar a lo alto de las almenas, pero fue literalmente partido en dos por el alfanje de un cristiano. Con pavor, los turcos observaron cómo su precioso estandarte caía desde lo alto, directamente sobre el lodo eterno que se juntaba al pie de las murallas. Muchos se atemorizaron viendo en ello un signo de mal presagio. Uno de ellos fue el sultán en persona, quien raudamente partió a consultar a su astrólogo favorito para averiguar la fecha más propicia para lanzar un último asalto. Declaró que levantaría el asedio si este nuevo intento fracasaba.


El 23 de mayo, los bizantinos se reponían de sus heridas, cuando un cristiano amigo o tal vez un espía de extramuros, disparó hacia el interior una saeta con un mensaje: los turcos atacarían el martes 29 de mayo. Unos instantes después, el emperador corría en dirección al puerto, para recibir a uno de los navíos que había enviado veinte días antes en busca de la flota veneciana. Las noticias fueron desalentadoras: no se habían hallado trazas de las naves italianas en todo el Egeo. Habría que batallar solos.


Al día siguiente se produjo un eclipse lunar y cuando los habitantes de Constantinopla recorrían las calles en solemne procesión, el icono más santo de la ciudad, que portaban los de la primera fila, se escurrió de las andas. No habían terminado de levantarlo cuando se desató una furiosa granizada que obligó a suspender la procesión. Con las primeras luces del alba, todo el mundo observó un fenómeno atípico para esa época del año: la capital amaneció envuelta en un espeso manto brumoso. Muchos empezaron a pensar que también Cristo había abandonado la urbe.


El 27 de mayo, los defensores hicieron una última salida para incomodar a los sitiadores. Se empleó para ello una pequeña poterna, la puerta del Circo o Kerkaporta, que el último soldado en ingresar trabó mal luego de transponerla a su regreso en la ciudad. La moral, pese a todo, aún era elevada.


11) El ojo del huracán:

La calma del 28 de mayo, fue lo más parecido al ojo de un huracán; luego de ocho semanas de lucha, los dos ejércitos se concedieron una mutua tregua que fue empleada por cada bando para reposo y penitencia.

Cuartel general otomano: Los musulmanes se dedicaron a orar y a hacer las siete abluciones rituales. Los derviches e imanes recorrieron el campamento turco incitando a pelear y prometiendo a los soldados que si caían combatiendo a los infieles y con el santo nombre de Alá en los labios, irían directamente al paraíso. Mehmed II, por su parte, pasó revista a su tropa montado en un impecable destrero árabe color blanco. Prometió doble paga y tres días de saqueo si conquistaban la ciudad. Pero puso especial énfasis en remarcar que nadie debía dañar un solo edificio de la Manzana Escarlata. “Constantinopla es mía y yo haré de ella mi capital”, dijo.

Interior de Constantinopla: Miles de personas volvieron a desfilar por las calles con iconos sagrados y cruces. Iban cantando himnos y el grandioso Kyrie Eleison: “Señor, ten piedad de nosotros”. Al término de las ceremonias, se agolparon en Santa Sofía para participar de la que sería la última misa cristiana en la gran basílica (convertida posteriormente en mezquita). Se encendieron cientos de lámparas, candelas y velas, que iluminaron el lugar arrancando destellos de los hermosos mosaicos de Cristo, de la Virgen, de decenas de santos y antiguos emperadores y emperatrices. En la penumbra del recinto, perfumada de incienso, los feligreses se confesaron y comulgaron sin prestar atención al clérigo que tenían enfrente. A esas alturas ya nadie ponía atención en el cisma.



La Virgen y el Niño
(Mosaico de Santa Sofia)

Durante el atardecer, a medida que los rayos de sol se escurrían hacia los lejanos Ródopes, una extraña luz brilló en lo alto del cielo, sobre la cúpula de Santa Sofía. Algunos vieron en ella un reflejo de las hogueras que los turcos habían encendido en su campamento, otros juzgaron que se trataba de un fuego de San Telmo, pero la inmensa mayoría la interpretó como una señal funesta. Al ver la luz, el emperador se puso pálido. No era ajeno a la creencia generalizada que sostenía que Cristo había abandonado la ciudad. Momentos después, en palacio, se despidió de sus seres amados y de sus sirvientes, pidiéndoles perdón por cualquier ofensa que hubieren recibido de él. A medianoche volvió, espada en mano, a su puesto de combate, acompañado por su gran amigo, el chambelán Frantzos. De pasada en Santa Sofía, se detuvieron a orar, a confesarse y a comulgarse. Montaron nuevamente y llegaron a la puerta de San Romano, donde les aguardaba Giustiniani. Allí se apearon de sus caballos, se abrazaron con emoción y por fin, se despidieron, intuyendo quizá que ya no volverían a verse.

12) Y el final:

Algunos dicen que fue a la una y media de la madrugada. Otros sostienen que a las tres y unos pocos, al despuntar el alba. Lo cierto es que, en un momento dado, durante la oscuridad del 29 de mayo de 1453, Mehmed II ordenó el asalto general. Súbitamente resonaron las trompetas, redoblaron los atabales y entrechocaron los címbalos en el campamento turco. El silencio de la noche estalló en mil pedazos. Pronto, el sonido de los instrumentos otomanos fue contestado por el repicar de las campanas de la ciudad, que llamaban a los defensores al combate.

La primera horda de harapientos bashi-bazouks, salió disparada contra las grandes murallas agrietadas, sobre las cuales, los bizantinos cargaban sus arcos y ballestas. Lanzando salvajes alaridos, los peones turcos se precipitaron sin orden aparente, en filas tan compactas, que ninguna flecha cristiana, por más defectuosa que hubiese sido arrojada, erraba el blanco. Desde lo alto de los muros, los griegos contestaron también el ataque con el terrorífico fuego griego. Alcanzados por el líquido inflamable, muchos turcos se asaron vivos apenas pusieron pie en las escalas. Los que salieron corriendo con fuego en sus espaldas, desparramaron el incendio sobre las ramas que cubrían un poco más allá el foso. En ese primer ataque, que duró aproximadamente dos horas, se quemaron más individuos que durante todos los días de la caza de brujas, incluyendo la quema de los herejes cátaros, tan rigurosamente planeada por el papa Inocencio III dos siglos y medio antes.

La segunda oleada de los bashi-bazouks no tuvo mejor suerte. Un poco impaciente, Mehmed ordenó avanzar a su ejército regular, compuesto inclusive por vasallos serbios. En una sección de los muros, un cañonazo fortuito derribó parte de la improvisada empalizada con la que los defensores habían reparado una grieta colosal. Los turcos advirtieron rápidamente el hallazgo y se introdujeron por allí, pero fueron repelidos angustiosamente a flechazos. A eso de las ocho de la mañana, viendo que también sus tropas de línea habían fracasado, el sultán les ordenó retroceder. Estaba desesperado e iracundo. Todavía no habían podido hacer pie en lo alto de las fortificaciones.

En el interior de la ciudad, los defensores estaban extenuados al cabo de casi seis horas consecutivas de sangrienta lucha. Pero el ánimo era ideal. Constantino XI intercambiaba mensajeros constantemente con Giovanni Giustiniani y Gabriel Trevisano para mantenerse al tanto de la situación.
Había pasado casi toda la noche gritando órdenes y por lo menos, en un par de ocasiones, había tenido que descargar el filo de su espada contra la silueta ascendente de esos bárbaros bashi-bazouks que parecían inacabables.

Poco antes de las diez de la mañana, Mehmed II resolvió jugar sus últimas cartas. Pasó revista a su hueste de jenízaros y prometió al primero de ellos que hiciera pie en las murallas, el gobierno de la provincia más rica de su Imperio. Invictos, descansados y resueltos, los mejores soldados del mundo partieron en silencio para la lucha. Su disciplina era tal, que cuando empezaron a subir por las escalas, no se inmutaron por el fuego griego ni por los flechazos que volaban por los aires. Cuando uno moría, inmediatamente otro ocupaba su lugar. Súbitamente, uno de ellos, llamado Hassán, consiguió abrirse paso entre las almenas, seguido de cerca por treinta camaradas. En vista de los acontecimientos, los turcos que estaban aún abajo o trepando las escaleras, lanzaron vivas y gritos de júbilo. Pero tan pronto como Hassán, cimitarra en mano, reclamó para sí el premio prometido por Mehmed, los bizantinos consiguieron hacerle caer. Mientras el pobre turco volaba hacia el suelo, los defensores le remataban con una lluvia de piedras y saetas.

A media mañana, hasta los jenízaros parecían haber fracasado, cuando dos hechos casi simultáneos vinieron a sentenciar la jornada para los griegos. Cuando los defensores estaban acabando con un gigantesco jenízaro que había conseguido trepar a las almenas, un grito de alarma hizo cundir el pánico. Unos 50 jenízaros corrían libremente en el interior de la ciudad, hacia una de las puertas, con la intención de abrirla a sus compañeros. Los turcos habían encontrado mal cerrada una pequeña poterna llamada Kerkaporta: la ciudad parecía condenada.

Muchos de la guarnición, aún no se habían recuperado de esa desagradable visión, cuando la noticia de que Giovanni Giustiniani había sido herido mortalmente, corrió como reguero de pólvora. El gran comandante genovés pidió ser llevado a una de sus naves, pese a que Constantino le rogó que se quedara, creyendo con razón que su partida derrumbaría la defensa. Y así fue. En vista de su retirada, los aliados italianos abandonaron sus puestos y salieron presurosos para abordar sus salvadoras embarcaciones. Todo estaba perdido. La defensa se desmoronó en cuestión de minutos.

Abajo, el sultán se había percatado que algo andaba mal en las filas de los defensores. Se acercó a husmear casi hasta la orilla del foso. Pronto se dio cuenta de lo que sucedía. Y no perdió la ocasión. Lanzó a todo su ejercito nuevamente a la lucha. Quince minutos después una horda de por lo menos 30000 turcos avanzaba casi sin oposición por las calles de la ciudad.

Entretanto, en la puerta de San Romano, el emperador casi había quedado solo en la lucha. Fue su momento de gloria, el instante en que la Historia lo recibió en sus anales como el último de los romanos. Constantino XI, viendo que los turcos ya entraban en masas compactas y sabiendo que Mehmed había ofrecido una espléndida recompensa por su captura, se arrancó las insignias imperiales y gritó desesperado: “¿No hay un cristiano que me corte la cabeza?”. Segundos después se lanzaba a lo más encarnizado de la refriega, buscando una muerte digna del último emperador romano.

La puerta de San Romano
Cuando los turcos victoriosos se desbordaron por las calles, la matanza y la violencia se tornaron espantosos. Muchos habitantes corrieron aún en busca de la paz de Santa Sofía, entraron a ella y trabaron las puertas con tirantes de madera. Allí esperaron a que una antigua profecía se hiciera realidad. Según ésta, si algún enemigo penetraba hasta la columna de mármol ubicada en la plaza de enfrente, un ángel bajaría del cielo blandiendo su espada para rechazarlo. Pero cuando los turcos derribaron a mazazos las enormes puertas, se hizo evidente que ningún ángel aparecería.

En otros sectores de la ciudad, los gritos de terror y los lamentos llenaban cada resquicio de las casas, los monasterios e iglesias, mientras la sangre de los muertos se escurría hacia las calles bajas, en las adyacencias de los muelles y embarcaderos. En su sed de rapiña, los turcos se habían detenido a robar y violar, permitiendo a algunos sobrevivientes escapar hacia donde fondeaban las galeras imperiales, genovesas y venecianas. Fueron todas abordadas hasta el límite de su capacidad, y salieron en medio de la desolación. Nadie les incomodó durante la fuga. Hasta el mar había quedado vacío, puesto que los marineros turcos, alertados por los gritos en la ciudad, habían salido corriendo a reclamar su parte en el botín. Los estrechos parecían deshabitados.

Recién por la tarde, durante la última hora de luz, Mehmed entró en la Manzana Escarlata, como solía llamar a Constantinopla. Cabalgó lentamente por las calles de la ciudad y se dirigió a Santa Sofía.

En el umbral de la Basílica observó a unos soldados escarbando con la punta de sus cuchillos para extraer un pedazo de mármol del pavimento. Los golpeó con la cara plana de su cimitarra: “¿Acaso no prohibí que dañaran los edificios?. ¡Esta ciudad es mía!”, exclamó. Luego, se internó en la gran iglesia y reclinando su turbante hasta el suelo, dio las gracias a Alá. Se incorporó sin sacar los ojos de los mosaicos que decoraban las paredes y dispuso que un muecín llamara a la oración. A continuación, concluida la acción de gracias, cabalgó hacia la última morada del último emperador romano. En el camino preguntó por Constantino XI. Dos turcos le mostraron la cabeza de un hombre que unos griegos afirmaban era la de su señor. Otros le mencionaron que se había hallado un cuerpo sin cabeza, pero con borceguíes de púrpura en los pies, bordados con las águilas imperiales de Bizancio. Sin embargo, en ambos casos, la identificación era dudosa.



13) Conclusión:
La caída de Constantinopla ocasionó reproches mutuos y acusaciones de inacción entre las monarquías occidentales. Hasta ese momento, la ciudad había sido como una espina clavada en la carne del ascendente Imperio Otomano. Y muchos pensaron, entre ellos los mismos griegos, que la anciana reliquia, excelentemente fortificada, jamás caería. Pero Constantinopla cedió y los otomanos la convirtieron en el corazón de sus dominios. La sangre nueva que desde ella empezó a fluir llevó rápidamente a los otomanos a dominar todo el próximo Oriente y el norte de Africa. Y el Islam pudo regodearse de alcanzar latitudes que jamás había visto: Hungría, después de Mohácz, Otranto, en la bota de Italia, y las mismas puertas de Viena.

¡¡¡Cuando Constantinopla cayó, se empequeñeció el mundo!!!


GUILHEM
(Tomado de Imperiobizantino.com)

miércoles, 27 de mayo de 2009

La voz de un auténtico Pastor (2)



Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata con ocasión del tedéum del 25 de mayo


El pasaje del Antiguo Testamento que hemos escuchado (1 Sam. 8, 1-9) se refiere a un momento crucial de la historia de Israel. Durante unos doscientos años la organización política y social del pueblo mantuvo la forma de una liga tribal. Fue ésa la constitución original del antiguo pueblo de Dios desde su instalación en Palestina: una confederación de los doce clanes en la que se reflejaba la alianza con Yahweh. Ese pacto sagrado, con sus estipulaciones –la Ley recibida en el Sinaí– creó la sociedad israelita y la mantuvo unida; inspiró también las tradiciones e instituciones características. Una organización semejante sólo podía fundarse en la fe en Dios y en la observancia de sus mandamientos; cuando era necesario el Señor auxiliaba a su pueblo suscitando líderes carismáticos que lo libraban de las irrupciones enemigas; entonces aparecía con mayor evidencia que el único soberano era Yahweh. La liga tribal entró en crisis en la última parte del siglo XI a.C.; un progresivo debilitamiento y la corrupción de los funcionarios prepararon el colapso: el régimen sucumbió bajo la agresión de los filisteos. En ese contexto, y no sin resistencias, nació la monarquía, que conoció tiempos gloriosos, sobre todo con David y Salomón, para decaer a su vez y acabar en una catástrofe.

La Biblia registra la ambigüedad que se cernía sobre la institución real, un malentendido que se extendió hasta el tiempo de Jesús; muchos esperamos entonces un mesías político que devolviera la soberanía a Israel. De allí la confusión acerca del título Rey de los judíos. En su diálogo con Pilato (Jn. 18, 33-37). Jesús disipa ese malentendido al situarse en el plano religioso, no político. Sin embargo, afirma claramente su realeza, que procede de un mundo distinto, de lo alto, y que no es un poder de orden terreno. Pero tal realeza, de carácter trascendente, se ejerce en este mundo, sobre todos los hombres: es el testimonio de la Verdad y el don ofrecido de la comunión con Dios. La aceptación de Cristo, revelador del Padre y la fidelidad a él pueden transformar la vida de los hombres y de los pueblos, como lo atestigua la historia de los dos milenios cristianos.

El Santo Padre Benedicto XVI enseña en su primera encíclica que el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política, y añade, citando a San Agustín, que un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones (Deus caritas est, 28). El Estado debe asumir la tarea concreta de realizar la justicia, disponiendo para ello los medios adecuados. Una tarea de carácter eminentemente ético, ya que requiere como fundamento un juicio recto acerca de qué es lo justo, en qué consiste, cuál es su naturaleza y cuáles son sus exigencias. Muchas veces ese juicio se extravía, porque se impone la ambición desmedida del poder y la preponderancia del interés de personas, de lobbies o de partidos; la política se reduce a ser construcción de poder –como se confiesa impúdicamente– y resulta en definitiva un buen negocio. Si una razón desviada o la irracionalidad de las pasiones presiden la actividad política, se frustra su naturaleza y su fin y el grupo que detenta el poder se va asemejando a una banda de ladrones. El Papa nos recuerda que la justicia es el objeto y, por tanto, la medida intrínseca de toda política y advierte sobre el peligro de la ceguera ética que puede afectar a la razón práctica y consiguientemente al ejercicio del poder en la tarea de determinar los ordenamientos públicos y procurar el bien común.

La fe cristiana y la doctrina social de la Iglesia ofrecen a la sociedad y especialmente a quienes están empeñados en la acción política una eficaz colaboración para orientar las opciones éticas y para rectificar el lógos social, la razón que preside la organización de la sociedad. Fe y política son realidades diversas, que no han de confundirse, pero que tienen un punto de contacto: su vinculación adecuada permite comprender mejor las exigencias de la justicia y los caminos de su realización.

La celebración de un nuevo aniversario de la instalación del primer gobierno patrio es una buena oportunidad para reconocer cuánto resta por hacer en la Argentina en orden a purificar la razón política y mejorar la calidad institucional de la república. Desde hace años se viene auspiciando una reforma que todavía se hace esperar. El protagonismo de la sociedad civil y la irrupción de nuevos actores sociales y de valiosos dirigentes requieren la apertura de espacios de participación política que lamentablemente quedan obturados por la persistencia de artilugios y camándulas que se exhiben con indiscreción e impunidad. Todo vale para conseguir votos; en la política del marketing los ciudadanos son tratados como meros clientes. En un régimen republicano digno de ese nombre las elecciones deberían presentarse como un ejercicio normal, transparente, sin demasiados sobresaltos y sin cambios subrepticios de las reglas de juego. Pero en el tiempo electoral que se ha precipitado anticipadamente sobre nosotros están ocurriendo algunas rarezas que rozan los límites de la ilegalidad. Una incalificable concepción de la política se pone de manifiesto en ellas.

Hace más de 150 años Fray Mamerto Esquiú formulaba este juicio severo sobre la situación nacional: Permitidme que os revele mi amarga convicción: si en los cuarenta años que han transcurrir no hubiera habido legislaturas a manos de la política, la corrupción no sería tan honda y los gobiernos no habrían tiranizado tan descaradamente a los pueblos. El ilustre fraile pronunció estas palabras en 1856; al parecer, en aquella época no llamaba la atención que un joven sacerdote se ocupara de esas cuestiones de interés público: a nadie se le ocurrió acusarlo de “meterse en política”. Lo que interesa destacar es que en ese juicio el término política aparece con una connotación fuertemente negativa. Esta circunstancia indica que en nuestro desdichado país el problema político es crónico –como son crónicas nuestras crisis- y nunca se le ha dado una solución definitiva. Esquiú repudiaba la mala política, la pequeña política, de la que ha resultado la pequeña Argentina. Si hubiéramos tenido política verdadera, de la grande, hoy seríamos la grande Argentina, aquella que muchos anhelamos, aquella que todos nos merecemos. En otro pasaje de sus sermones Fray Mamerto se explica bien; dice: los pueblos como los individuos nacen, crecen, decaen y mueren, y para unos y otros la fuente de una vida venturosa, de un verdadero vivir, es únicamente la virtud, la justicia que tiene en sí todos los bienes, y además los engendra de su seno, perfectos y acabados como los productos de la naturaleza. La experiencia histórica ratifica los enunciados de una recta filosofía social; el problema fundamental es de orden ético, es el problema de la virtud: la justicia como objeto y medida intrínseca de toda política y la prudencia –no la astucia y las agachadas que escamotean la verdad- como lumbre e inspiración para plasmar el bien común.

En este mundo de ficciones que es la política argentina, muchas voces se alzan desde hace varios años expresando un deseo de verdad, de transparencia, de objetividad. Suele formularse como un llamado a mejorar la calidad institucional y a respetar las características propias de un régimen republicano de gobierno, tal como las describe y prescribe la Constitución Nacional. Esta aspiración propicia la vigencia plena y el funcionamiento correcto de las instituciones de la república, libres de las manganetas y corruptelas que las trabucan, y una participación de la sociedad civil que no se limite a un pasivo y desganado ejercicio electoral.

Un punto de examen en orden a la medición de calidad es el respeto al principio fundamental del Estado de derecho, que es la división de poderes. Con toda razón se elevan últimamente críticas que en este punto advierten una falla en nuestra vida institucional. Existe una extendida sospecha acerca de la efectiva independencia de los poderes legislativo y judicial, una sospecha que debería ser rápidamente despejada. Apunto, al propósito, que la Doctrina Social de la Iglesia ha asumido el principio mencionado: Escribió Juan Pablo II en su encíclica Centesimus annus: El magisterio reconoce la validez del principio de la división de poderes en un estado. Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Éste es el principio del Estado de Derecho en el cual es soberana la lay y no la voluntad arbitraria de los hombres. Citemos otra vez a Esquiú. En su sermón pronunciado en la iglesia matriz de Catamarca el 9 de julio de 1853, con motivo de la jura de la Constitución Nacional, decía: La vida y conservación del pueblo argentino dependen de que su Constitución sea fija; que no ceda al empuje de los hombres; que sea un ancla pesadísima a que está asida esta nave, que ha tropezado en todos los escollos, que se ha estrellado en todas las costas, y que todos los vientos y todas las corrientes la han lanzado. Previó también qué podía pasar si la soberanía de la ley cede ante la voluntad arbitraria de los hombres: la dominación de dos monstruos en nuestro suelo: anarquía y despotismo.

Que de esos males nos libre Dios, fuente de toda razón y justicia, y Nuestro Salvador Jesucristo, Rey verdadero y Señor de la historia.

Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata
Tomado de AICA

domingo, 24 de mayo de 2009

25 de Mayo de 1810


El 25 de Mayo de 1810 es una fecha gloriosa, uno de los grandes momentos de la historia de Hispanoamérica, porque fue, esencial y profundamente, afirmación de la fidelidad de sus hijos a su propio ser; a su estirpe y a su fe. Alienta en sus más íntimas entrañas un poderoso sentido americanista. Nada hubo en ella de subalterno. Nadie aspiró a crear naciones sino a fortalecer un gran imperio español-americano que, frente a la usurpación material y espiritual del Bonapartismo, constituyera un antemural inexpugnable para los enemigos de nuestra cultura, de nuestra religión, de nuestro hispanoamericano sentido de vida. El proceso de la historia no permitió que lo verdaderamente trascendental de la Revolución de Mayo pudiera realizarse. Hispanoamérica se atomizó movida por fuerzas extrañas al espíritu y a los propósitos de los hombres de 1810, pero en la misma proporción que en cada una de las naciones en que se dividiera, superadas ya las contingencias de la guerra de la independencia, se forja una conciencia histórica apoyada en un conocimiento del pasado que rebalsa y repele las deformaciones oportunistas, surge cada día más potente el auténtico ideal de Mayo, o sea la americanidad; pasando por encima de las expresiones nacionalistas nobilísimas como expresión sentimental, pero dañosas por su acción disgregante del destino de la Hispanoamérica de los sueños de San Martín y de Bolívar.

Mayo de 1810 expresa un momento en que los hispanoamericanos se disponen a una lucha por la libertad y la lealtad. La profunda raíz tradicionalista que anida en su seno rechaza las añadiduras que pretenden restarle autenticidad espiritual, para hacer de ese hecho una simple expresión de plagio de formas y fórmulas metecas. Plagios que vinieron más tarde a ensombrecer la claridad meridiana que ilumina a América en 1810, desde los focos de Caracas y Buenos Aires. Recuperar la verdad de la magna fecha equivale a volver a vivir el pasado, reactualizado, recreado en un presente que con ello adquiere consistencia propia. Comprender la historia equivale a resucitarla, y frente a los que en el momento que escribimos, a los ciento cincuenta años de aquella fecha, se recrean homenajeando al pasado como si fuera un conjunto de cadáveres, proclamamos la exigencia de vivir su verdad, comprenderla para revitalizarla y seguir la ruta que señalara gloriosamente: libertad y lealtad. El sentido de la libertad cristiana que trajeron a estas tierras los hombres de España, y el sentido de la lealtad a las esencias del propio ser, sin la cual no hay ninguna posibilidad de convivencia humana que posea el derecho divino de hacer actuar las facultades creadoras de un pueblo. (Vicente D. Sierra “Historia de la Argentina” Tomo IV)

24 de Mayo - Festividad de María Auxiliadora

AUXILIUM CHRISTIANORUM

ORA PRO NOBIS


Imagen de María Auxiliadora bendecida por San Juan Bosco, que se venera en la basílica de San Carlos Borromeo. (Buenos Aires)



miércoles, 13 de mayo de 2009

La voz de un auténtico Pastor


Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata con ocasión de la 110ª Peregrinación Arquidiocesana a Luján(Domingo 9 de mayo de 2009)


Junto a la cruz de Jesús estaba su Madre (Jn. 19, 25). Cuando el relato de la pasión del Señor va llegando al momento culminante, el evangelista destaca, con la frase citada, la presencia de María junto al Redentor. Estaba; el verbo tiene en el original este sentido preciso: estar de pie, erguido, firme, y connota la idea de persistir, de permanecer. Es un estar intenso, activo, el de María que ofrece a su Hijo y se ofrece con él, asociándose de ese modo a la obra de nuestra redención. Hasta allí la ha llevado su fidelidad, hasta el fin. Ha llegado entonces la hora a la cual se refería Jesús en Caná, cuando ante la intervención de su Madre dijo: Mi hora no ha llegado todavía (Jn. 2, 4). En el Calvario la intervención de María se configura definitivamente como intercesión maternal en favor de los hombres, adquiere una dimensión universal; se le da entonces una autorización plena: Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn. 19, 26).

Estaba la Madre dolorosa… En el Stabat se manifiesta la fidelidad prometida en el Fiat. Al responder al anuncio del ángel Yo soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc. 1, 38), María hizo posible, según el plan de Dios, la encarnación del Verbo y nos abrió a nosotros las puertas de la redención. El Hágase implicaba el sacrificio, la compasión con la pasión de Jesús; en el claroscuro de la fe la Virgen fiel aceptó participar del amor hasta el fin con el cual su Hijo amó a los hombres y de ese modo se constituyó en modelo de todo discípulo, en célula germinal de la Iglesia. Ella es para nosotros modelo de fidelidad y de amor. El Concilio Vaticano II lo expresó hermosamente: Mientras la Iglesia ya alcanzó en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga, los fieles luchan todavía por crecer en santidad venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos (Lumen gentium, 65).

Venimos a Luján para levantar los ojos hacia ella; al mirar su pequeña imagen queremos decirle, queremos pedirle, que nos ayude a ser fieles discípulos de Jesús.

Recientemente se ha divulgado una investigación acerca de la actitud religiosa de los argentinos según la cual una abrumadora mayoría de nuestros compatriotas se declaran católicos, pero entienden a su manera esta identidad. Se señala, por ejemplo, que no sólo no van a misa, sino que apoyan el aborto, recurren a curanderos o practican otras supersticiones, usan anticonceptivos, piden el fin del celibato de los sacerdotes, bautizan a sus hijos como parte de un rito cultural, aprueban las relaciones sexuales prematrimoniales y el divorcio, han dejado de comulgar o lo hacen sin confesarse; valoran la acción social de la Iglesia y su misión entre los pobres, pero pretenden vivir su religiosidad sin intermediarios. En realidad, lo que ellos llaman fe es un sentimiento religioso individualista y autónomo, sin referencia a una comunidad de salvación, a su doctrina y sus normas de vida. La versión periodística de estos estudios –una investigación a cargo de sociólogos, cuya exactitud puede ser objeto de discusión– plantea esta pregunta: ¿son católicos los católicos argentinos?

La misma cuestión planteaba el Padre Castellani hace poco más de cincuenta años, en una carta dirigida al Nuncio Apostólico de entonces. Su propósito era explicar el sentido de esta proposición: la Argentina es un país católico. Cito: el señor Brujulart que vive enfrente de mí ¿es un católico o no? Ha sido bautizado a la edad de 7 meses, ha hecho la Primera Comunión, se ha casado por la Iglesia (pagó los 50 pesos al cura y se dejó llevar ante un altar vestido de yaqué) y cuando muera lo llevarán de nuevo al templo y será rociado de agua bendita y de latines frangollados; conoce poco o nada de la religión; va a misa o no va, según le acomode; tiene la cabeza llena de ideas heréticas o erróneas, bebidas en diarios, revistas y novelas; vive conforme a una moral muy elástica y exterior; ha puesto entre paréntesis uno o dos mandamientos de la Ley de Dios; y su fe consiste en una vaga mitología que no tiene mucha relación con la vida real. ¿Es católico Brujulart? Si quieren llamarlo católico, hagan lo que quieran; yo no lo llamo católico. Algo así pasa con la nación argentina, como nación.

Prescindiendo de la diversidad de situaciones culturales, la cosa no parece haber cambiado mucho desde 1954, fecha del texto que he citado; quizá habría que pensar que, en su conjunto, el estado religioso de nuestra población es, hoy en día, algo peor. Castellani en su diagnóstico hablaba de neopaganismo, de incultura religiosa y cristianismo adulterado; aplicando un adjetivo tanguero identificaba aquella religiosidad como “catolicismo mistongo”.

Un cambio favorable de esta situación sólo podrá surgir de la renovación incesante de la vida eclesial, del fervor de nuestras comunidades parroquiales, de una dedicación lúcida y generosa a la tarea de educar en la fe a niños y jóvenes, del testimonio de la caridad en la vida cotidiana, tanto en el ámbito doméstico como en la participación, que no han de descuidar los cristianos, en las instituciones de la sociedad civil. Si bien nos preocupan legítimamente los problemas crónicos que impiden que la Argentina progrese de un modo sostenido para brindar pan y trabajo a todos sus hijos, tenemos que advertir que es un problema mayor la descristianización de nuestra cultura, especialmente de la cultura popular. Los malos gobiernos son una calamidad que nos autoinfligimos democráticamente; tendríamos que aprender a elegir bien de una vez por todas, y podemos hacerlo. Pero es mucho más grave calamidad la decadencia religiosa de la nación. ¿Cómo se la supera? ¿Cómo detenemos este mal? A revertir esta suerte fatal debe aplicarse nuestra fidelidad de discípulos y misioneros de Jesucristo; nos estimulan a ello la fidelidad y el amor de la Virgen María.

No es posible vivir un cristianismo auténtico sin cultivar una robusta pertenencia eclesial. Es en la Iglesia donde nacemos a la vida de hijos de Dios; en ella nos alimentamos con la verdad del Evangelio y con la gracia sacramental; de ella aprendemos a seguir las huellas de Cristo y recibimos, también por su mediación, el perdón de los pecados; ella nos encamina hacia la felicidad eterna. Es preciso profundizar en el conocimiento de la fe; no quiero decir con esto que todos los fieles han de diplomarse en teología, pero sí que deben saber muy bien su catecismo, para alcanzar una adecuada comprensión de los misterios de nuestra religión y para poder dar razón, a quien lo demande, de lo que creen. Refiriéndose a este conocimiento de la fe, decía San Pablo a los efesios: Así dejaremos de ser niños, sacudidos por las olas y arrastrados por el viento de cualquier doctrina, a merced de la malicia de los hombres y de su astucia para enseñar el error (Ef. 4, 14).

Nuestra fidelidad a Cristo implica fidelidad a la Iglesia y a su magisterio. Una antigua sentencia católica afirma: donde está la Iglesia, allí está Cristo; donde está Pedro, allí está la Iglesia. Es fácil en la actualidad seguir las enseñanzas del sucesor de Pedro; no podemos conformarnos con la deformación que hace de ellas el flash del noticiero de la TV cuando basta un clic de la computadora para leer las homilías y discursos del Papa y extraer de esa luminosa doctrina los criterios de discernimiento para orientarnos correctamente en medio de la confusión contemporánea. En el cambalache de la cultura actual cualquiera sienta plaza de maestro, pero distingamos: no es lo mismo un burro que un gran profesor. El instinto de la fe, la unción interior del Espíritu Santo mueven a los fieles a adherir con asentimiento religioso de la inteligencia y de la voluntad a la gran tradición de la Iglesia, actualizada incesantemente por el magisterio del Papa y de los obispos en comunión con él.

Este año se cumple el cincuentenario de la consagración de nuestra arquidiócesis a la Santísima Virgen en su título de la Inmaculada Concepción; bajo ese título fue dedicada, hace también cincuenta años, nuestra catedral. Queremos celebrar estos aniversarios renovando la consagración y preparándola con un gesto misionero que simbolice nuestro propósito de poner a la Iglesia particular de La Plata en permanente estado de misión. Los principales destinatarios serán los bautizados en la Iglesia Católica que se han alejado de ella y no viven en plenitud el misterio de Cristo. Será un gesto de amor fraterno para invitarlos a asumir conscientemente su identidad católica y su pertenencia eclesial. Encomendemos desde ya el fruto de este intento a Nuestra Señora de Luján, puesto que será la nuestra una misión mariana.

Que en esta grande intención eclesial se integren hoy nuestras intenciones particulares. No hemos venido solos, sueltos, a Luján; oremos, pues, los unos por los otros, unidos como un único sujeto eclesial, para que la Madre común nos consolide en la unidad y nos obtenga del Señor lo que le pedimos.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

Tomado de AICA


sábado, 9 de mayo de 2009

San Gregorio Nacianceno, Obispo, Doctor y Confesor



Gregorio nació en Arianzo, cerca de Nacianzo, en el suroeste de Capadocia (hoy Turquía) Sus padres, de buena posición económica se llamaban Gregorio y Nonna.


En el año 325 su padre se convirtió al cristianismo gracias a su esposa Nonna. Luego fue consagrado obispo de Nacianzo en 328 o 329.


El joven Gregorio y su hermano, Cesario, estudiaron primero en casa con su tío, san Anfilocio. Luego, Gregorio marchó a estudiar filosofía y retórica avanzada en Nacianzo, Cesarea, Alejandría y Atenas.


Estando en Atenas trabó una fuerte amistad con su compañero de estudios Basilio de Cesarea y también conoció a Juliano, que posteriormente se convertiría en el emperador conocido como Juliano el Apóstata.


Al acabar su educación enseñó retórica en Atenas durante un breve período de tiempo.


Sacerdocio


En el año 357 regresa a Nacianzo, bautizándose en el 360, y en 361 fue ordenado presbítero por su padre, quien quería que le ayudase en la atención de la comunidad cristiana local.


El joven Gregorio, que había considerado la posibilidad del monacato, se resintió fuertemente por la decisión de su padre. Después de dejar su casa, tras unos pocos días, se encontró con su amigo Basilio en Annesoi, donde los dos vivieron como ascetas.


Sin embargo, Basilio lo convenció para que volviera a ayudar a su padre, lo que hizo durante el año siguiente. Al llegar a Nacianzo, Gregorio se encontró con que la comunidad cristiana local estaba dividida por diferencias teológicas y su padre acusado de herejía por los monjes locales.


Gregorio ayuda a sanar las divisiones, se ordena sacerdote y permanece durante diez años en el lugar.


Para entonces, el emperador Juliano se había declarado públicamente opuesto al cristianismo. En respuesta al rechazo del emperador a la fe cristiana, Gregorio compuso sus Invectivas contra Juliano entre 362 y 363.


En ellas, desdeñando la moral y el intelecto del emperador, afirma que la cristiandad superará a los gobernantes imperfectos como Juliano a través del amor y la paciencia.


Juliano decidió a finales de 362 perseguir vigorosamente a Gregorio y sus otros críticos sin embargo, pereció el año siguiente durante una campaña contra los persas. Con su muerte las iglesias orientales ya no estuvieron bajo la amenaza de persecución. El nuevo emperador, Joviano, era cristiano declarado y defensor de la Iglesia.


Gregorio pasó los siguientes años combatiendo el arrianismo, que amenazaba con dividir la iglesia en Capadocia. En el tenso ambiente que se había creado, Gregorio intercedió por su amigo Basilio ante el obispo Eusebio de Cesarea.


Los dos amigos entraron posteriormente en un periodo de íntima cooperación fraternal al tiempo que participaban en un gran enfrentamiento teológico de la iglesia de Cesarea Marítima provocado por la llegada de teólogos y retóricos arrianos.


En los debates públicos, presididos por agentes del emperador Valente, Gregorio y Basilio salieron triunfantes. Este último fue elegido obispo de la sede de Cesarea de Capadocia en 370.


A su vez, Gregorio fue consagrado obispo de Sasima en 372 por Basilio. Se trataba de una sede recién creada pero no llegó a tomar posesión.


A finales de 372 Gregorio regresó a Nacianzo para ayudar a su padre moribundo con la administración de su diócesis. Esto tensó su relación con Basilio, quien insistía en que Gregorio volviera a su puesto en Sasima. No obstante centró su atención en sus nuevos deberes como coadjutor de Nacianzo.


Tras la muerte de su madre y su padre en 374, Gregorio siguió administrando la diócesis de Nacianzo pero rechazó ser nombrado obispo titular. Donó la mayor parte de su herencia a los necesitados y vivió una existencia austera. A finales de 375 se retiró al monasterio de Santa Tecla en Seleucia, viviendo allí durante tres años. Casi al final de este periodo su amigo Basilio murió. La salud de Gregorio no le permitió acudir al funeral, pero le escribió una sentida carta de condolencia al hermano de Basilio, Gregorio de Nisa y compuso doce poemas en memoria de su amigo fallecido.


Gregorio en Constantinopla


El emperador Valente falleció en 378. La sucesión de Teodosio I, un firme defensor de la ortodoxia nicena, era una buena noticia para aquellos que deseaban liberar a Constantinopla de la dominación arriana y apolinarista. Desde su lecho de muerte, Basilio destacó las capacidades de Gregorio y es muy probable que recomendase a su amigo como defensor de la causa trinitaria en Constantinopla.


En 379, el sínodo de Antioquía y su arzobispo, Melecio, pidieron a Gregorio que acudiera a Constantinopla para liderar la campaña teológica para ganar dicha ciudad para la ortodoxia nicena.


Después de muchas dudas, Gregorio accedió. Su prima Teodosia le ofreció una villa como residencia; Gregorio inmediatamente transformó gran parte de ella en una iglesia, llamándola Anastasis, «un escenario para la resurrección de la fe».


Desde esta pequeña capilla compuso cinco poderosos discursos sobre la doctrina nicena, explicando la naturaleza de la Trinidad y la unidad de Dios. Rechazando la negación eunomiana de la divinidad del Espíritu Santo, Gregorio ofreció este argumento:


“Examina lo que sigue: Cristo es engendrado, él (el Espíritu) lo precede; Cristo es bautizado, él da testimonio [...] Cristo realiza prodigios, él lo acompaña; Cristo sube al cielo, él le sucede. Pues ¿qué no puede hacer el Espíritu entre las cosas grandes y las que hace Dios? ¿Qué nombre no recibe entre los que se dan a Dios fuera de los nombres de ingénito y engendrado? [...] ¡Por otra parte, yo me asusto al considerar la riqueza de los títulos y de todos los nombres ultrajados por quienes atacan al Espíritu!”


Las homilías de Gregorio fueron bien recibidas y atrajeron a multitudes crecientes a Anastasia, pero envidiosos de su popularidad, sus oponentes decidieron contraatacar. En la vigilia de Pascua de 379, una muchedumbre arriana entró en la iglesia durante los servicios religiosos, hiriendo a Gregorio y matando a otro obispo. Huyendo de la turba, Gregorio se encontró después traicionado por su antiguo amigo, el filósofo Máximo el Cínico.


Máximo, quien estaba en alianza secreta con Pedro, obispo de Alejandría, intentó hacerse con el poder de Gregorio y hacerse consagrar obispo de Constantinopla. Horrorizado, Gregorio decidió dimitir de su puesto, pero la facción fiel a él le indujo a permanecer y expulsar a Máximo.


Los asuntos en Constantinopla permanecieron confusos puesto que la posición de Gregorio aún era oficiosa y los sacerdotes arrianos ocupaban muchas iglesias importantes. La llegada del emperador Teodosio en 380 decidió el asunto en favor de Gregorio. El emperador, decidido a eliminar el arrianismo, expulsó al obispo Demófilo. Gregorio fue por lo tanto entronizado como obispo de Constantinopla en la Basílica de los Apóstoles, reemplazando a Demófilo.




Los Tres Santos Jerarcas: san Basilio de Cesarea, san Juan Crisóstomo y san Gregorio el Teólogo, icono de Lipie, Museo Histórico en Sanok, Polonia.



Teodosio quería unificar más todo el imperio en una posición ortodoxa y decidió convocar un concilio eclesiástico que resolviera asuntos de disciplina y fe.
Gregorio pensaba de modo similar, deseando unir a la cristiandad. En la primavera de
381 convocaron el II Concilio Ecuménico en Constantinopla, al que acudieron 150 obispos orientales.


Después de la muerte del obispo Melecio de Antioquía, Gregorio fue elegido para prsidir el Concilio. Esperando reconciliar Occidente y Oriente, ofreció reconocer a Paulino como Patriarca de Antioquía.


Pero los obispos egipcios y macedónicos que apoyaban la consagración de Máximo, y llegaron tarde al concilio rechazaron reconocer la posición de Gregorio como cabeza de la iglesia de Constantinopla, argumentando que su traslado desde la sede de Sasima era canónicamente ilegal.


Gregorio estaba exhausto físicamente y preocupado por la unidad de la Ilgesia por lo cual, decidió dimitir de su cargo: «¡Dejadme ser como el profeta Jonás! Fui el responsable de la tormenta, pero me sacrificaré por la salvación de la nave. Tomadme y echadme... No fui feliz cuando me ascendieron al trono, y con alegría descenderé de él».


El emperador, conmovido por sus palabras, aplaudió, alabó su trabajo y le garantizó su dimisión. El concilio le pidió que se presentara una vez más para un ritual de despedida y oraciones festivas. Gregorio usó esta ocasión para lanzar un mensaje final (cf. Orat. 42) y luego se marchó.


Tras volver a su tierra natal de Capadocia, Gregorio asumió de nuevo su posición como obispo de Nacianzo. Pasó el año siguiente combatiendo a los apolinarios y luchando contra la enfermedad recurrente. También empezó a componer "De Vita Sua", su poema autobiográfico. A finales de 383 encontró que estaba demasiado débil para seguir cumpliendo sus deberes episcopales. Gregorio instaló a Eulalio como obispo de Nacianzo y luego se retiró a la soledad de Arianzo. Murió el 25 de enero de 389.


Después de su muerte, Gregorio fue enterrado en Nacianzo. Sus reliquias fueron trasladadas a Constantinopla en el año 950, a la iglesia de los Santos Apóstoles. Los cruzados de la Cuarta Cruzada (1204) recogieron parte de las reliquias, las que fueron llevadas posteriormente a Roma. Luego fueron colocadas en una capilla lateral de la Basílica de San Pedro conocida precisamente como Altar gregoriano (donde se puede ver también una imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro).


El 27 de noviembre de 2004, esas reliquias, junto con las de Juan Crisóstomo, fueron devueltas a Estambul por el papa Juan Pablo II el Vaticano una porción de ambas. Las reliquias actualmente están conservadas en la Catedral Patriarcal de San Jorge en el Fanar.


La Iglesia Ortodoxa y las Iglesias orientales católicas celebran dos fiestas en honor de Gregorio: el 25 de enero como su fiesta principal y el 30 de enero, conocida como la fiesta de los tres grandes doctores.


Benedicto XVI nos dice que “reflexionando sobre misión que Dios le había confiado, san Gregorio Nacianceno concluía: «He sido creado para ascender hasta Dios con mis acciones» (Oratio14, 6 depauperumamore: PG35, 865). De hecho, puso al servicio de Dios y de la Iglesias u talento de escritor y orador. Escribió numerosos discursos, homilías y panegíricos, muchas cartas y obras poéticas (casi 18.000 versos): una actividad verdaderamente prodigiosa. Había comprendido que esta era la misión que Dios le había confiado: «Siervo de la Palabra, desempeño el ministerio de la Palabra. Ojalá que nunca descuide este bien. Yo aprecio esta vocación, me complace y me da más alegría que todo lo demás» (Oratio 6, 5: SC405, 134; cf. también Oratio 4, 10).


San Gregorio Nacianceno era un hombre manso, y en su vida siempre trató de promover la paz en la Iglesia de su tiempo, desgarrada por discordias y herejías. Con audacia evangélica se esforzó por superar su timidez para proclamar la verdad de la fe. Sentía profundamente el anhelo de acercarse a Dios, de unirse a él. Lo expresa él mismo en una poesía, en la que escribe: «Entre las grandes corrientes del mar de la vida, agitado en todas partes por vientos impetuosos (...), sólo quería una cosa, una sola riqueza, consuelo y olvido del cansancio: la luz de la santísima Trinidad» (Carmina [histórica] 2, 1, 15: PG37, 1250ss).


San Gregorio hizo resplandecer la luz de la Trinidad, defendiendo la fe proclamada en el concilio de Nicea: un solo Dios en tres Personas iguales y distintas —Padre, Hijo y Espíritu Santo—, «triple luz que se une en un único esplendor» (Himno vespertino: Carmina [histórica] 2, 1, 32: PG37, 512). De este modo, san Gregorio, siguiendo a san Pablo (cf. 1Co8, 6), afirma: «Para nosotros hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas; un Señor, Jesucristo, por medio del cual han sido hechas todas las cosas; y un Espíritu Santo, en el que están todas las cosas» (Oratio 39, 12: SC 358, 172).


San Gregorio destacó con fuerza la plena humanidad de Cristo: para redimir al hombre en su totalidad de cuerpo, alma y espíritu, Cristo asumió todos los componentes de la naturaleza humana; de lo contrario, el hombre no hubiera sido salvado. Contra la herejía de Apolinar, el cual aseguraba que Jesucristo no había asumido un alma racional, san Gregorio afronta el problema a la luz del misterio de la salvación: «Lo que no ha sido asumido no ha sido curado» (Ep. 101, 32: SC 208, 50), y si Cristo no hubiera tenido «intelecto racional, ¿cómo habría podido ser hombre?» (Ep. 101, 34: SC 208, 50). Precisamente nuestro intelecto, nuestra razón, tenía y tiene necesidad de la relación, del encuentro con Dios en Cristo. Al hacerse hombre, Cristo nos dio la posibilidad de llegar a ser como él. El Nacianceno exhorta: «Tratemos de ser como Cristo, pues también Cristo se hizo como nosotros: tratemos de ser dioses por medio de él, pues él mismo se hizo hombre por nosotros. Cargó con lo peor, para darnos lo mejor» (Oratio1, 5: SC 247, 78).


María, que dio la naturaleza humana a Cristo, es verdadera Madre de Dios (Theotokos: cf. Ep. 101, 16: SC 208, 42), y con miras a su elevadísima misión fue «purificada anticipadamente» (Oratio38, 13: SC 358, 132; es como un lejano preludio del dogma de la Inmaculada Concepción). Propone a María como modelo para los cristianos, sobre todo para las vírgenes, y como auxiliadora a la que hay que invocar en las necesidades (cf. Oratio24, 11: SC 282, 60-64).


Conforme las obras de Gregorio circularon por todo el imperio influyeron en el pensamiento teológico. Sus discursos eran citadas como autoridad por el Concilio de Éfeso en 431, y para el año 451 era llamado Teólogo por el Concilio de Calcedonia. Es muy citado por los teólogos de la Iglesia Ortodoxa y se le tiene alta estima como defensor de la fe cristiana.