miércoles, 13 de mayo de 2009

La voz de un auténtico Pastor


Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata con ocasión de la 110ª Peregrinación Arquidiocesana a Luján(Domingo 9 de mayo de 2009)


Junto a la cruz de Jesús estaba su Madre (Jn. 19, 25). Cuando el relato de la pasión del Señor va llegando al momento culminante, el evangelista destaca, con la frase citada, la presencia de María junto al Redentor. Estaba; el verbo tiene en el original este sentido preciso: estar de pie, erguido, firme, y connota la idea de persistir, de permanecer. Es un estar intenso, activo, el de María que ofrece a su Hijo y se ofrece con él, asociándose de ese modo a la obra de nuestra redención. Hasta allí la ha llevado su fidelidad, hasta el fin. Ha llegado entonces la hora a la cual se refería Jesús en Caná, cuando ante la intervención de su Madre dijo: Mi hora no ha llegado todavía (Jn. 2, 4). En el Calvario la intervención de María se configura definitivamente como intercesión maternal en favor de los hombres, adquiere una dimensión universal; se le da entonces una autorización plena: Mujer, ahí tienes a tu hijo (Jn. 19, 26).

Estaba la Madre dolorosa… En el Stabat se manifiesta la fidelidad prometida en el Fiat. Al responder al anuncio del ángel Yo soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc. 1, 38), María hizo posible, según el plan de Dios, la encarnación del Verbo y nos abrió a nosotros las puertas de la redención. El Hágase implicaba el sacrificio, la compasión con la pasión de Jesús; en el claroscuro de la fe la Virgen fiel aceptó participar del amor hasta el fin con el cual su Hijo amó a los hombres y de ese modo se constituyó en modelo de todo discípulo, en célula germinal de la Iglesia. Ella es para nosotros modelo de fidelidad y de amor. El Concilio Vaticano II lo expresó hermosamente: Mientras la Iglesia ya alcanzó en la Santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga, los fieles luchan todavía por crecer en santidad venciendo enteramente al pecado, y por eso levantan sus ojos a María, que resplandece como modelo de virtudes para toda la comunidad de los elegidos (Lumen gentium, 65).

Venimos a Luján para levantar los ojos hacia ella; al mirar su pequeña imagen queremos decirle, queremos pedirle, que nos ayude a ser fieles discípulos de Jesús.

Recientemente se ha divulgado una investigación acerca de la actitud religiosa de los argentinos según la cual una abrumadora mayoría de nuestros compatriotas se declaran católicos, pero entienden a su manera esta identidad. Se señala, por ejemplo, que no sólo no van a misa, sino que apoyan el aborto, recurren a curanderos o practican otras supersticiones, usan anticonceptivos, piden el fin del celibato de los sacerdotes, bautizan a sus hijos como parte de un rito cultural, aprueban las relaciones sexuales prematrimoniales y el divorcio, han dejado de comulgar o lo hacen sin confesarse; valoran la acción social de la Iglesia y su misión entre los pobres, pero pretenden vivir su religiosidad sin intermediarios. En realidad, lo que ellos llaman fe es un sentimiento religioso individualista y autónomo, sin referencia a una comunidad de salvación, a su doctrina y sus normas de vida. La versión periodística de estos estudios –una investigación a cargo de sociólogos, cuya exactitud puede ser objeto de discusión– plantea esta pregunta: ¿son católicos los católicos argentinos?

La misma cuestión planteaba el Padre Castellani hace poco más de cincuenta años, en una carta dirigida al Nuncio Apostólico de entonces. Su propósito era explicar el sentido de esta proposición: la Argentina es un país católico. Cito: el señor Brujulart que vive enfrente de mí ¿es un católico o no? Ha sido bautizado a la edad de 7 meses, ha hecho la Primera Comunión, se ha casado por la Iglesia (pagó los 50 pesos al cura y se dejó llevar ante un altar vestido de yaqué) y cuando muera lo llevarán de nuevo al templo y será rociado de agua bendita y de latines frangollados; conoce poco o nada de la religión; va a misa o no va, según le acomode; tiene la cabeza llena de ideas heréticas o erróneas, bebidas en diarios, revistas y novelas; vive conforme a una moral muy elástica y exterior; ha puesto entre paréntesis uno o dos mandamientos de la Ley de Dios; y su fe consiste en una vaga mitología que no tiene mucha relación con la vida real. ¿Es católico Brujulart? Si quieren llamarlo católico, hagan lo que quieran; yo no lo llamo católico. Algo así pasa con la nación argentina, como nación.

Prescindiendo de la diversidad de situaciones culturales, la cosa no parece haber cambiado mucho desde 1954, fecha del texto que he citado; quizá habría que pensar que, en su conjunto, el estado religioso de nuestra población es, hoy en día, algo peor. Castellani en su diagnóstico hablaba de neopaganismo, de incultura religiosa y cristianismo adulterado; aplicando un adjetivo tanguero identificaba aquella religiosidad como “catolicismo mistongo”.

Un cambio favorable de esta situación sólo podrá surgir de la renovación incesante de la vida eclesial, del fervor de nuestras comunidades parroquiales, de una dedicación lúcida y generosa a la tarea de educar en la fe a niños y jóvenes, del testimonio de la caridad en la vida cotidiana, tanto en el ámbito doméstico como en la participación, que no han de descuidar los cristianos, en las instituciones de la sociedad civil. Si bien nos preocupan legítimamente los problemas crónicos que impiden que la Argentina progrese de un modo sostenido para brindar pan y trabajo a todos sus hijos, tenemos que advertir que es un problema mayor la descristianización de nuestra cultura, especialmente de la cultura popular. Los malos gobiernos son una calamidad que nos autoinfligimos democráticamente; tendríamos que aprender a elegir bien de una vez por todas, y podemos hacerlo. Pero es mucho más grave calamidad la decadencia religiosa de la nación. ¿Cómo se la supera? ¿Cómo detenemos este mal? A revertir esta suerte fatal debe aplicarse nuestra fidelidad de discípulos y misioneros de Jesucristo; nos estimulan a ello la fidelidad y el amor de la Virgen María.

No es posible vivir un cristianismo auténtico sin cultivar una robusta pertenencia eclesial. Es en la Iglesia donde nacemos a la vida de hijos de Dios; en ella nos alimentamos con la verdad del Evangelio y con la gracia sacramental; de ella aprendemos a seguir las huellas de Cristo y recibimos, también por su mediación, el perdón de los pecados; ella nos encamina hacia la felicidad eterna. Es preciso profundizar en el conocimiento de la fe; no quiero decir con esto que todos los fieles han de diplomarse en teología, pero sí que deben saber muy bien su catecismo, para alcanzar una adecuada comprensión de los misterios de nuestra religión y para poder dar razón, a quien lo demande, de lo que creen. Refiriéndose a este conocimiento de la fe, decía San Pablo a los efesios: Así dejaremos de ser niños, sacudidos por las olas y arrastrados por el viento de cualquier doctrina, a merced de la malicia de los hombres y de su astucia para enseñar el error (Ef. 4, 14).

Nuestra fidelidad a Cristo implica fidelidad a la Iglesia y a su magisterio. Una antigua sentencia católica afirma: donde está la Iglesia, allí está Cristo; donde está Pedro, allí está la Iglesia. Es fácil en la actualidad seguir las enseñanzas del sucesor de Pedro; no podemos conformarnos con la deformación que hace de ellas el flash del noticiero de la TV cuando basta un clic de la computadora para leer las homilías y discursos del Papa y extraer de esa luminosa doctrina los criterios de discernimiento para orientarnos correctamente en medio de la confusión contemporánea. En el cambalache de la cultura actual cualquiera sienta plaza de maestro, pero distingamos: no es lo mismo un burro que un gran profesor. El instinto de la fe, la unción interior del Espíritu Santo mueven a los fieles a adherir con asentimiento religioso de la inteligencia y de la voluntad a la gran tradición de la Iglesia, actualizada incesantemente por el magisterio del Papa y de los obispos en comunión con él.

Este año se cumple el cincuentenario de la consagración de nuestra arquidiócesis a la Santísima Virgen en su título de la Inmaculada Concepción; bajo ese título fue dedicada, hace también cincuenta años, nuestra catedral. Queremos celebrar estos aniversarios renovando la consagración y preparándola con un gesto misionero que simbolice nuestro propósito de poner a la Iglesia particular de La Plata en permanente estado de misión. Los principales destinatarios serán los bautizados en la Iglesia Católica que se han alejado de ella y no viven en plenitud el misterio de Cristo. Será un gesto de amor fraterno para invitarlos a asumir conscientemente su identidad católica y su pertenencia eclesial. Encomendemos desde ya el fruto de este intento a Nuestra Señora de Luján, puesto que será la nuestra una misión mariana.

Que en esta grande intención eclesial se integren hoy nuestras intenciones particulares. No hemos venido solos, sueltos, a Luján; oremos, pues, los unos por los otros, unidos como un único sujeto eclesial, para que la Madre común nos consolide en la unidad y nos obtenga del Señor lo que le pedimos.

Mons. Héctor Aguer, arzobispo de La Plata

Tomado de AICA


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