Homilía de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata con ocasión del tedéum del 25 de mayo
El pasaje del Antiguo Testamento que hemos escuchado (1 Sam. 8, 1-9) se refiere a un momento crucial de la historia de Israel. Durante unos doscientos años la organización política y social del pueblo mantuvo la forma de una liga tribal. Fue ésa la constitución original del antiguo pueblo de Dios desde su instalación en Palestina: una confederación de los doce clanes en la que se reflejaba la alianza con Yahweh. Ese pacto sagrado, con sus estipulaciones –la Ley recibida en el Sinaí– creó la sociedad israelita y la mantuvo unida; inspiró también las tradiciones e instituciones características. Una organización semejante sólo podía fundarse en la fe en Dios y en la observancia de sus mandamientos; cuando era necesario el Señor auxiliaba a su pueblo suscitando líderes carismáticos que lo libraban de las irrupciones enemigas; entonces aparecía con mayor evidencia que el único soberano era Yahweh. La liga tribal entró en crisis en la última parte del siglo XI a.C.; un progresivo debilitamiento y la corrupción de los funcionarios prepararon el colapso: el régimen sucumbió bajo la agresión de los filisteos. En ese contexto, y no sin resistencias, nació la monarquía, que conoció tiempos gloriosos, sobre todo con David y Salomón, para decaer a su vez y acabar en una catástrofe.
La Biblia registra la ambigüedad que se cernía sobre la institución real, un malentendido que se extendió hasta el tiempo de Jesús; muchos esperamos entonces un mesías político que devolviera la soberanía a Israel. De allí la confusión acerca del título Rey de los judíos. En su diálogo con Pilato (Jn. 18, 33-37). Jesús disipa ese malentendido al situarse en el plano religioso, no político. Sin embargo, afirma claramente su realeza, que procede de un mundo distinto, de lo alto, y que no es un poder de orden terreno. Pero tal realeza, de carácter trascendente, se ejerce en este mundo, sobre todos los hombres: es el testimonio de la Verdad y el don ofrecido de la comunión con Dios. La aceptación de Cristo, revelador del Padre y la fidelidad a él pueden transformar la vida de los hombres y de los pueblos, como lo atestigua la historia de los dos milenios cristianos.
El Santo Padre Benedicto XVI enseña en su primera encíclica que el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política, y añade, citando a San Agustín, que un Estado que no se rigiera según la justicia se reduciría a una gran banda de ladrones (Deus caritas est, 28). El Estado debe asumir la tarea concreta de realizar la justicia, disponiendo para ello los medios adecuados. Una tarea de carácter eminentemente ético, ya que requiere como fundamento un juicio recto acerca de qué es lo justo, en qué consiste, cuál es su naturaleza y cuáles son sus exigencias. Muchas veces ese juicio se extravía, porque se impone la ambición desmedida del poder y la preponderancia del interés de personas, de lobbies o de partidos; la política se reduce a ser construcción de poder –como se confiesa impúdicamente– y resulta en definitiva un buen negocio. Si una razón desviada o la irracionalidad de las pasiones presiden la actividad política, se frustra su naturaleza y su fin y el grupo que detenta el poder se va asemejando a una banda de ladrones. El Papa nos recuerda que la justicia es el objeto y, por tanto, la medida intrínseca de toda política y advierte sobre el peligro de la ceguera ética que puede afectar a la razón práctica y consiguientemente al ejercicio del poder en la tarea de determinar los ordenamientos públicos y procurar el bien común.
La fe cristiana y la doctrina social de la Iglesia ofrecen a la sociedad y especialmente a quienes están empeñados en la acción política una eficaz colaboración para orientar las opciones éticas y para rectificar el lógos social, la razón que preside la organización de la sociedad. Fe y política son realidades diversas, que no han de confundirse, pero que tienen un punto de contacto: su vinculación adecuada permite comprender mejor las exigencias de la justicia y los caminos de su realización.
La celebración de un nuevo aniversario de la instalación del primer gobierno patrio es una buena oportunidad para reconocer cuánto resta por hacer en la Argentina en orden a purificar la razón política y mejorar la calidad institucional de la república. Desde hace años se viene auspiciando una reforma que todavía se hace esperar. El protagonismo de la sociedad civil y la irrupción de nuevos actores sociales y de valiosos dirigentes requieren la apertura de espacios de participación política que lamentablemente quedan obturados por la persistencia de artilugios y camándulas que se exhiben con indiscreción e impunidad. Todo vale para conseguir votos; en la política del marketing los ciudadanos son tratados como meros clientes. En un régimen republicano digno de ese nombre las elecciones deberían presentarse como un ejercicio normal, transparente, sin demasiados sobresaltos y sin cambios subrepticios de las reglas de juego. Pero en el tiempo electoral que se ha precipitado anticipadamente sobre nosotros están ocurriendo algunas rarezas que rozan los límites de la ilegalidad. Una incalificable concepción de la política se pone de manifiesto en ellas.
Hace más de 150 años Fray Mamerto Esquiú formulaba este juicio severo sobre la situación nacional: Permitidme que os revele mi amarga convicción: si en los cuarenta años que han transcurrir no hubiera habido legislaturas a manos de la política, la corrupción no sería tan honda y los gobiernos no habrían tiranizado tan descaradamente a los pueblos. El ilustre fraile pronunció estas palabras en 1856; al parecer, en aquella época no llamaba la atención que un joven sacerdote se ocupara de esas cuestiones de interés público: a nadie se le ocurrió acusarlo de “meterse en política”. Lo que interesa destacar es que en ese juicio el término política aparece con una connotación fuertemente negativa. Esta circunstancia indica que en nuestro desdichado país el problema político es crónico –como son crónicas nuestras crisis- y nunca se le ha dado una solución definitiva. Esquiú repudiaba la mala política, la pequeña política, de la que ha resultado la pequeña Argentina. Si hubiéramos tenido política verdadera, de la grande, hoy seríamos la grande Argentina, aquella que muchos anhelamos, aquella que todos nos merecemos. En otro pasaje de sus sermones Fray Mamerto se explica bien; dice: los pueblos como los individuos nacen, crecen, decaen y mueren, y para unos y otros la fuente de una vida venturosa, de un verdadero vivir, es únicamente la virtud, la justicia que tiene en sí todos los bienes, y además los engendra de su seno, perfectos y acabados como los productos de la naturaleza. La experiencia histórica ratifica los enunciados de una recta filosofía social; el problema fundamental es de orden ético, es el problema de la virtud: la justicia como objeto y medida intrínseca de toda política y la prudencia –no la astucia y las agachadas que escamotean la verdad- como lumbre e inspiración para plasmar el bien común.
En este mundo de ficciones que es la política argentina, muchas voces se alzan desde hace varios años expresando un deseo de verdad, de transparencia, de objetividad. Suele formularse como un llamado a mejorar la calidad institucional y a respetar las características propias de un régimen republicano de gobierno, tal como las describe y prescribe la Constitución Nacional. Esta aspiración propicia la vigencia plena y el funcionamiento correcto de las instituciones de la república, libres de las manganetas y corruptelas que las trabucan, y una participación de la sociedad civil que no se limite a un pasivo y desganado ejercicio electoral.
Un punto de examen en orden a la medición de calidad es el respeto al principio fundamental del Estado de derecho, que es la división de poderes. Con toda razón se elevan últimamente críticas que en este punto advierten una falla en nuestra vida institucional. Existe una extendida sospecha acerca de la efectiva independencia de los poderes legislativo y judicial, una sospecha que debería ser rápidamente despejada. Apunto, al propósito, que la Doctrina Social de la Iglesia ha asumido el principio mencionado: Escribió Juan Pablo II en su encíclica Centesimus annus: El magisterio reconoce la validez del principio de la división de poderes en un estado. Es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras esferas de competencia que lo mantengan en su justo límite. Éste es el principio del Estado de Derecho en el cual es soberana la lay y no la voluntad arbitraria de los hombres. Citemos otra vez a Esquiú. En su sermón pronunciado en la iglesia matriz de Catamarca el 9 de julio de 1853, con motivo de la jura de la Constitución Nacional, decía: La vida y conservación del pueblo argentino dependen de que su Constitución sea fija; que no ceda al empuje de los hombres; que sea un ancla pesadísima a que está asida esta nave, que ha tropezado en todos los escollos, que se ha estrellado en todas las costas, y que todos los vientos y todas las corrientes la han lanzado. Previó también qué podía pasar si la soberanía de la ley cede ante la voluntad arbitraria de los hombres: la dominación de dos monstruos en nuestro suelo: anarquía y despotismo.
Que de esos males nos libre Dios, fuente de toda razón y justicia, y Nuestro Salvador Jesucristo, Rey verdadero y Señor de la historia.
Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata
Mons. Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata
Tomado de AICA
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